El ejercicio de la nostalgia

¿Los mejores años de nuestras vidas?

El amor al colegio, manifestado en las cenas de exalumnos, es un misterio que no resolveré jamás

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RAMÓN DE ESPAÑA

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Aunque absolutamente inútil, la nostalgia es un sentimiento muy extendido: casi todo el mundo cree haber vivido tiempos mejores que los que le toca soportar en el presente. Uno de los ámbitos más propicios a la añoranza de una época pretérita es el colegio, donde siempre hay un grupo de emprendedores muchachos que constituyen una especie de comisión de festejos permanente que se pasa la vida organizando cenas de exalumnos y 'cachupinadas' varias para celebrar los que, al parecer, consideran los mejores años de su vida.

Esta clase de gente se da también entre los que guardan un gran recuerdo de su servicio militar, pero como tal cosa ya no existe, solo hay que esperar a que se mueran los que la hicieron para que te dejen en paz. En la universidad y el trabajo también se encuentran personas con tendencias conmemorativas, pero son menos que en el colegio, que es donde realmente encuentras a los genuinos creyentes del eterno reencuentro, tan fieles a su centro educativo como cierta parte del colectivo gay al festival de Eurovisión.

Todo esto viene a cuento de que acabo de recibir una invitación de los Escolapios de Diputació para celebrar que hace 45 años que los perdimos de vista; yo, para siempre, otros no tanto: sé de buena tinta que hay una cuadrilla devota del padre P., un cura que se pasaba la vida hablando del deporte y de la amistad viril, cual equivalente eclesial de Leni Riefehnstal, que le visita con regularidad en su exilio del monasterio de Poblet. Yo no lo entiendo muy bien, pues el padre P. siempre me pareció un fascista y un perturbado mental, pero los hay que lo recuerdan con cariño: en este mundo, ya se sabe, tiene que haber de todo.

MÁS CALVOS Y MÁS CANOSOS

La invitación viene ilustrada por la foto de una pandilla de tíos de mi quinta, aunque hoy más calvos y más canosos y, sobre todo, mucho más sonrientes. Reconozco a dos o tres que no me caían mal, pero a los que no he vuelto a ver desde 1972; al resto, que me aspen si los identifico. Me avisan de una cena que tendrá lugar ya he olvidado cuándo y a la que no pienso acudir, como no he acudido a los anteriores jolgorios, que se llevan celebrando prácticamente desde que todos abandonamos la escuela.

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Recuerdo haber ido a uno de los primeros y no haber vuelto a los siguientes: desaparecido el entorno común, ahí no sabía uno de qué hablar (en eso, las reuniones de exalumnos son como las de los supervivientes de la mili, que sin el uniforme son incapaces de reconstruir las conversaciones mantenidas en su momento en el Hogar del Soldado). Solo los ya citados muchachos emprendedores se lo pasaban pipa, y yo me preguntaba: ¿realmente fueron tan felices durante todos esos años que yo apenas recuerdo o buscan algo a lo que agarrarse?

LAS CHICAS DEL LESTONNAC

Me repito esa pregunta cada vez que llega a mis manos la convocatoria de turno, pasando luego a cuestionarme por qué su experiencia resultó más estimulante que la mía, siendo todas más o menos la misma. El colegio no fue un drama, pero tampoco una comedia chispeante, solo un trámite inevitable en el que, además, no había chicas y para asomarnos a la otredad, como diría Machado, había que recorrer una manzana hasta el colegio de Lestonnac, donde poco se sacaba aparte de la confirmación de que las chicas olían mucho mejor que nosotros.

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Aunque me lo pasé mejor después en mi paso por la facultad de periodismo y en algunos medios de comunicación ya desaparecidos, no hay en esos ámbitos gente tan emprendedora y entusiasta como en el escolar. ¿Qué vieron ellos que a mí se me escapó? ¿O lo suyo no es más que nostalgia por una época en la que tenían toda la vida por delante y muy escasas responsabilidades? 

ANÉCDOTAS EN LOS JESUITAS DE BILBAO

Mi amigo Iñaki Ezkerra sostiene que todo lo importante nos sucedió en el colegio, y para demostrarlo, dispone de una serie de anécdotas hilarantes de su paso por los jesuitas de Bilbao, pero lo suyo no es nostalgia, sino una teoría, todo lo discutible que se quiera, pero en la línea de esa que afirma que tu futuro depende del trato recibido hasta los 7 años. Lo de mis antiguos colegas es otra cosa que no consigo entender muy bien, aunque igual la culpa es mía, que soy un tullido emocional incapaz de recordar con agrado a unos profesores y unos curas que me parecían tan rutinarios y de tan escasas luces que, cuando cursé el COU en la Academia Granés, pensé que me hallaba en Cambridge o Harvard.

El amor al colegio es un misterio que no resolveré jamás y que me lleva siempre a la frase de un personaje de Ignacio Vidal-Folch: «Hasta del horror sentimos nostalgia».