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Los fantasmas del Eixample

Paisaje humano de la rambla de Catalunya, visto desde un banco.

Paisaje humano de la rambla de Catalunya, visto desde un banco.

RAMÓN DE ESPAÑA

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Llevo toda la vida sentándome en algún banco de la rambla de Catalunya para ver pasar a la gente y pensar en mis cosas. Supongo que es una manera como cualquier otra de prepararse para la jubilación, pues será de las pocas actividades que me pueda permitir con la parodia de pensión que el Estado me tiene garantizada, pero también constituye un observatorio privilegiado de la agitación humana: se ven mujeres muy guapas, bebés muy monos y, a veces, alguno de esos fantasmas que hay en cada barrio, uno de esos excéntricos, maniáticos o locos de atar con los que te cruzas durante años sin saber quiénes son ni en qué momento se les frieron los sesos y a los que un buen día dejas de ver porque han acabado en el manicomio o en el camposanto.

Algunos alcanzan cierta notoriedad, como aquel señor mayor, alto, canoso, pulcro y bigotudo que cantaba arias de ópera italiana y que falleció hace unos meses. A veces le había visto desde mi banco de turno, cantando a Verdi y Puccini con gran entrega y todo lujo de aspavientos, aunque su coso preferido era el apeadero de RENFE en el paseo de Gràcia. Los periódicos locales informaron de que se había ido con la música a otra parte, aunque no hubo ningún intento serio de explicar su estado mental. También Violeta la Burra, aunque lo suyo era la copla, alcanzó cierto reconocimiento en la Barcelona alternativa de la transición, donde formó parte de la banda de Nazario y Ocaña y protagonizó algunas performances anales -le cabía de todo- en tugurios de la época. Pese a que Dios le había concedido un físico de descargador del muelle, él intuía que ahí dentro había una muchacha preciosa pugnando por salir, pero aunque sus habilidades artísticas le habrían hecho acreedor a estar expuesto a perpetuidad en el MACBA, lo cierto es que se fue difuminando con el paso del tiempo y ahora sobrevive vendiendo flores de noche por los bares del Eixample, mientras la hermosa muchacha parece haber sido deglutida hasta el último huesecillo por el estibador.

¿AMOR ROMÁNTICO O SEXUAL?

Otros fantasmas no tienen ni seudónimo, y algunos resultan un pelín siniestros. Pienso en ese magrebí con cara de duende malévolo con el que llevo cruzándome treinta años y al que siempre pillo entablando conversación con turistas y señores mayores. Nunca he conseguido averiguar qué se trae entre manos ni en qué consiste su timo, pero cada vez que lo veo experimento un molesto escalofrío. Lo mismo me pasaba hace años con una señora de origen germánico que patrullaba el barrio pulcramente vestida y con los labios muy rojos. Decía ser poetisa y se ofrecía a recitarte un poema de amor. ¿El señor lo prefiere de amor romántico o de amor sexual?, preguntaba clavando en ti sus ojos de loca. Sonreía mucho y aparentaba una gran dulzura, pero en cuanto le decías que no, gracias, y seguías tu camino, mutaba en una hidra vengativa que te maldecía en español y en alemán, idioma este que no entendías, pero te aterrorizaba de manera especial. Como todos los de su estilo, un buen día desapareció y no ha vuelto a ser vista.

Lo mismo ocurrió con los Gemelos, en los que se inspiró el dibujante Vallés para sus historietas de los Hermanos Aguirre, dos merluzos que vagaban sin rumbo por la ciudad, siempre provistos de walkie talkies, aunque no se separaban mucho el uno del otro, y cuyas hazañas consistían, por ejemplo, en que mientras un hermano distraía a un quiosquero de la Rambla, el otro le guindaba una revista pornográfica y se la pelaba detrás de un árbol. Cosas que nunca hicieron los auténticos Aguirre, cuyo apellido sigo ignorando a día de hoy.

CLIC FATAL

Los Gemelos iban por la sesentena y recorrían el Eixample como si los acabaran de soltar de una nave espacial. Vestidos igual, con trajes de color claro, como si una madre centenaria siguiera eligiéndoles la ropa cada mañana, caminaban siempre a gran velocidad hacia ninguna parte, mirando a un lado y a otro con una expresión de estupor absoluto. No molestaban a nadie, solo iban de aquí para allá como si les hubiesen dado cuerda. A veces dejabas de verlos -¿breve estancia en algún sanatorio?-, pero siempre volvían. En una ocasión, solo reapareció uno de ellos, que siguió haciendo lo mismo de siempre, pero más perdido aún, más desaliñado y más triste sin su alter ego. También este acabó desapareciendo.

Puede que también yo algún día me convierta en un fantasma del barrio, una vez el cerebro me haya hecho ese clic fatal que previamente afectó a otros. Por eso, si dentro de veinte años se cruzan ustedes por el Eixample con un anciano que habla solo o canta a grito pelado Heroes, de David Bowie, sobre esos sintetizadores de Brian Eno que solo suenan en su mente, tengan paciencia conmigo: como mis predecesores, también yo desapareceré un buen día.