Pequeño observatorio

Los diferentes impulsos para matar

JOSEP MARIA ESPINÀS

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Cuando escribía la carta a los Reyes no pedí nunca, que yo recuerde, una escopeta. No es que mis padres, gente pacífica, me opusieran ninguna objeción. Es posible que las posibilidades de juego que me ofrecía una escopeta de madera me parecieran escasas. No se trataba de defender un ideal pacifista a los 6 o 7 años. Simplemente, la escopeta me ofrecía pocas opciones de juego. En cambio, bastantes niños, y tal vez yo también, tenían soldados de plomo y los desplegaban sobre una mesa e inventaban una guerra contra los indios, figuras que también existían.

El primer contacto con un fusil de verdad lo tuve cuando, estudiante de Derecho, hice el servicio militar incorporado a las milicias universitarias. En alguna ocasión me tocó desfilar ¡armas al hombro! Y si el desfile se alargaba, el combate terminaba con la victoria del arma, porque mi hombro era muy estrecho y de piel fina. Todo demasiado débil para resistir cómodamente mucho rato.

He pensado en las armas cuando he sabido que Estados Unidos hay casi tantas armas como personas: 310 millones de habitantes y 290 millones de armas de fuego. El lector ya sabrá que, no hace mucho, en una iglesia de Charleston, hubo una matanza racista. Teniendo en cuenta el número de casos a lo largo del tiempo, podríamos decir que el racismo es un 'a un tipo de persona. Y este gen se transmite a menudo por vía familiar. Los odios también se pueden adquirir por herencia, además de por contacto.

Hay gente que necesita sumarse a lo que va 'contra'. Contra lo que sea. Apuntarse a un extremismo agresivo puede ser una decisión que llene un vacío, por interés o para intentar compensar un insatisfactorio anonimato. Lo que me parece que se debería meditar es por qué los que se indignan, con razón, con los que cometen crímenes raciales, puedan aceptar que la pena de muerte se aplique legalmente a los desgraciados criminales que no matan por ideología.