La crisis del CSIC

Los científicos, a examen

España debe tener una buena política de investigación, pero sus protagonistas han de hacer autocrítica

REYES MATE

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Las noticias sobre un posible colapso del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) -el complejo de investigación más importante de España- si no llegan antes de final de año los cien millones de euros que necesita para pagar las nóminas ha puesto sobre la mesa de una manera dramática el lugar que ocupa entre nosotros la investigación científica. Que este organismo estatal haya que tenido que requisar el dinero de los proyectos de investigación, que no son suyos, para sobrevivir unos meses nos remite a los tiempos, que pensábamos superados, del «¡que inventen ellos!».

Podemos pensar razonablemente que los responsables políticos sabrán corregir a tiempo esta torpe falta de previsión y no llevarán a la investigación española al suicidio, pero la gravedad del hecho invita a una profunda reflexión sobre la ciencia en España. Habida cuenta de nuestra frágil tradición científica, la escasez de recursos y la crisis económica, deberíamos preguntarnos qué es lo que se debería investigar y cómo hacerlo.

La ciencia goza de gran prestigio porque sabemos lo que le debemos. Si a eso añadimos que puede ser la puerta giratoria que nos saque del callejón sin salida que representa la crisis actual, su prestigio se carga de un halo casi mesiánico. ¡Potenciemos pues la investigación, sobre todo en aquellos terrenos en los que el conocimiento pueda traducirse en plusvalía económica! Al fin y al cabo, como dice el filósofo de la cienciaUlises Mulines, el objetivo de la ciencia no es descubrir la verdad sino «ayudarnos a los seres humanos a arreglárnoslo lo mejor posible en esta vida tan dura». Y ninguna ayuda mejor hay en este momento que transformar el conocimiento científico en beneficio material.

¿Qué hacer entonces con los conocimientos no rentables económicamente? ¿Habría que expulsarlos del sistema científico? No me refiero solamente a las investigaciones en filosofía, por ejemplo, sino a la investigación básica cuyo objetivo es la promoción del conocimiento: ¿habría que cerrar esos centros y suprimir los programas? La tentación es grande, y algunos pasos ya se han dado en esa dirección. A los que así piensan les resultará seductora la imagen de fray Jorge, el bibliotecario deEl nombre de la rosa, la célebre novela deUmberto Eco, que envenena a los frailes que sienten curiosidad por un libro nuevo deAristótelesque ha llegado al monasterio. Él lo justifica diciendo que la humanidad ya sabe lo suficiente para salvarse, así que no perdamos el tiempo en saber más.

No podemos renunciar a la investigación básica, aunque no sea rentable, a condición, eso sí, de que se centre en conocer lo desconocido y no en repetir lo ya sabido. Está bien conocer lo que dijoHegelpara poder enseñarlo a las nuevas generaciones, pero la investigación no puede consistir en repetir lo que dijo sino en averiguar lo que no dijo y, sobre todo, en pensar nuestro tiempo. No estoy seguro, sin embargo, de que la mayoría de las investigaciones en historia, política o filosofía estén urgidas por esta necesidad creativa.

Habría que preguntarse, en segundo lugar, si se investiga como se debe. Para trabajar debidamente hace falta talento y, también, un sistema de investigación que regule las condiciones de trabajo, la captación de talentos y la evaluación de las investigaciones. En el sistema español las condiciones de trabajo están a la altura de las europeas. Donde, sin embargo, habría mucho que mejorar es en los otros dos parámetros.

Todos estamos de acuerdo en que habría que seleccionar a los mejores, pero aún nos pueden la endogamia y los apaños entre colegas. Los departamentos utilizan el poder que les concede la ley no para elegir a los mejores sino para captar a los que tienen cerca y presionan directamente.

Luego está el asunto de la evaluación, un artefacto tan necesario como peligroso. Es, desde luego, imprescindible para valorar cómo se usan los recursos, para su inteligente distribución y para que haya rigor en el prestigio que personas e instituciones merecen. Pero está resultando también un arma peligrosa dado que la fiebre evaluadora ha invadido todos los campos, a saber, personas, proyectos e instituciones. Para dar abasto tiene que recurrir a criterios más cuantitativos que cualitativos, es decir, tiene que valorar la producción a peso, primar el impacto o consumo interno sobre el valor intrínseco, optando en casos difíciles por la seguridad de lo políticamente correcto en lugar del riesgo a lo desconocido. ¿El resultado? Que consigamos un buen lugar en elrankinglocal, nacional o mundial sin que eso aclare si se investiga lo que se debe y como se debe.

Tampoco en investigación el futuro puede consistir en la vuelta a los viejos buenos tiempos. Habrá que aumentar los recursos, pero también se impone una serena y profunda autocrítica de los propios investigadores.