LA RUEDA
Los 'burkinis' de Chanel
Vetar la prenda podría convertirla en símbolo revolucionario a fuerza de resentimiento
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
OLGA MERINO
Vaya por delante que no me cuadran el pañuelo en la cabeza ni el niqab ni cualquier otro aditamento que aluda a la sumisión de la mujer. Confieso que he intentado rumiar el velo pero me cuesta un poco, algo así como deglutir tres polvorones de un golpe. Tampoco encuentro sentido a cocerse en el tostadero de la arena con ese pijama de licra llamado burkini. Tapar el cuerpo de la mujer implica control, pero la libertad no puede ser impuesta. La escena en la playa de Niza, en que cuatro policías multan a una mujer musulmana y la obligan a despojarse de la prenda, resulta injusta porque castiga a la víctima, además de humillante y ridícula. Tan absurda como cuando el alcalde de Benidorm, desafiando la moral nacionalcatólica, se desplazó hasta Madrid en Vespa para convencer a Franco de que autorizara el biquini de las suecas en su término municipal; era 1952 y sobre el edil pendía la amenaza de la excomunión.
Aunque el Consejo de Estado francés ha intentado poner un poco de sentido común levantando la prohibición del burkini, la anécdota ha adquirido ya categoría política con las elecciones presidenciales a la vuelta de la esquina. El debate de fondo, creo, es la progresiva islamización de Europa y el fracaso de unas políticas de integración de mentirijillas. El burkini, el velo o la chilaba no equiparan al usuario con el terrorismo islamista, y la prohibición de vestirlos podría convertir estas prendas, a fuerza de resentimiento, en símbolos de resistencia, en banderas contra la uniformidad indentitaria.
Y dada la capacidad del capitalismo consumista para banalizar cualquier símbolo revolucionario convirtiéndolo en mercancía —el póster de Che Guevara, el pañuelo palestino o la «república independiente de mi casa»—, no sería de extrañar que pronto las boutiques de los Campos Elíseos exhiban en sus vitrinas burkinis de Chanel con incrustaciones de Svaroswki.
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