Análisis
Los adjetivos del Rey
Hay decenas de miles de catalanes huérfanos de relato político a los que Felipe VI no se dirigió
Joan Cañete Bayle
Subdirector de EL PERIÓDICO.
Periodista y escritor. Transición digital y audiencias. Entre otros trabajos, ha sido corresponsal en Jerusalén y Washington DC. Autor de las novelas 'Expediente Bagdad' (junto a Eugenio García Gascón) y 'Parte de la Felicidad que Traes', y del ensayo sobre el conflicto palestino-israelí 'Muros, bosques, tumbas: Un periodista en Jerusalén'
JOAN CAÑETE BAYLE
El diablo está en los adjetivos, como bien sabe cualquiera que escriba. El discurso institucional del rey Felipe VI --una anomalía reservada a los momentos más delicados, como el 23-F o el 11-M-- estaba repleto de epítetos: vulneración sistemática; deslealtad inadmisible; fracturada y enfrentada (en referencia a la sociedad catalana); conducta irresponsable (la de la Generalitat); inaceptable intento de apropiación; extrema gravedad; firme compromiso; legítimos poderes del Estado… Juntos contribuyeron a la dureza del mensaje tanto o más que el contenido (apoyo sin fisuras a la política del Gobierno y el resto de “poderes del Estado”, es decir, la fiscalía, los jueces y (¡ay!) las fuerzas de seguridad), y juntos contribuyeron más bien poco a a encontrar una solución a la gravísima crisis de Estado de España.
Augurio de lo que está por venir
A los catalanes independentistas no les molestaron las palabras del Rey y lo que tienen de augurio de lo que está por venir; hace ya mucho tiempo que no esperan nada del Monarca ni de ningún “poder del Estado”. Si acaso, sus palabras les reafirmaron en que nada puede hacerse con este Estado salvo abandonarlo. A los catalanes que se sienten militantemente españoles (esos “catalanes de bien”, en palabras de Xavier García Albiol, que tanto ha hecho por estar donde estamos) las palabras del Rey les reconfortaron. Su peso en la sociedad catalana es el que es: lo marcan los votos del PP y de Ciudadanos en las elecciones. En cambio, las palabras de Felipe VI no ayudaron en nada a aquellos catalanes (y estos sí son muchos) que sin ser independentistas no comulgan ni con la visión de España ni los métodos ni la narrativa del PP. De ahí las reacciones incrédulas y enfadadas, según el talante de cada cual, de alcaldesas como Ada Colau, Núria Parlon y Núria Marín, o de dirigentes socialistas como Jaume Collboni. "Esperaba una puerta abierta al diálogo y al consenso”, dijo Marín, ella sí prudente en el fondo y la forma.
Hay decenas de miles de catalanes huérfanos de relato político. No son los independentistas, a los que si algo les sobra es relato, basado en una mezcla avasalladora de nacionalismo banal, nacionalismo naíf, agravios, ilusión, tuits y comunicación de guerra. Tampoco son los “catalanes de bien” en terminología de Albiol, a los que les basta mentar la ley y la Constitución, el artículo 155 y el 'a mí la Policía Nacional y la Guardia Civil'. Son los que se sitúan en medio, aún lo bastante numerosos como para decantar una opción o la otra, los que no tienen un relato que ofrecer de Catalunya dentro de España. Diálogo, imploran. ¿Con quién?, les dicen de un lado; ¿Sobre qué y para qué?, les dicen del otro. Y mientras, unos los expulsaron del Parlament el 6 y el 7 de septiembre y otros los llevaron de regreso a las calles con las cargas policiales del 1 de octubre. Su complejidad, su inmenso tapiz de grises en un ambiente ultrapolarizado, llegó a su cúspide en el paro de país del 3-O: convocado (o imaginado, o planeado) por el independentismo desde hacía tiempo, se convirtió en una fenomenal protesta contra la actuación policial y, en general, contra la actitud de “los poderes del Estado”. Su éxito se basó en gran medida en la masiva presencia de los catalanes huérfanos. Pero, al final, lo que quedó fue el discurso del Rey calcado al del Gobierno y una nueva exhibición de músculo del independentismo que cabalga hacia la DUI.
Ni un simple sustantivo al que agarrarse
Esos poderes del Estado que no han entendido lo que sucedía en Catalunya hasta que estalló y que no comprenden el punto de inflexión que supuso la execrable actitud de la policía el 1-O, tampoco ven que no es con palos a los independentistas ni arengas a los suyos como podrían haber salido de esta crisis, sino ayudando a crear una narrativa de que una España diferente es posible a los catalanes huérfanos de ella.
Y en cambio, el Rey, en su discurso, no les dio no ya el lujo de un adjetivo, sino ni un simple sustantivo al que agarrarse, cual náufragos en el océano.
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