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Lluvia de realidad

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DAVID TRUEBA

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Fue en un ensayo insensato en el que oí hablar por primera vez de una certeza bastante perturbadora. A la gente le gustan tanto las sagas y los valores de la monarquía que surgen nuevas dinastías de poder que la emulan a través de la democracia. Basta visitar Rusia para percibir, en la iconografía oficial y turística, una conexión directa entre el último zar y el presidente Putin. Pero la mayor evidencia de esta deriva ciudadana es la elección, en países democráticos, de sagas familiares para desempeñar los más altos poderes. Si hace algunos años la dinastía Kennedy era la única que podía presumir de algo parecido a un reinado, en su caso roto por las tragedias continuadas, ahora son muchos los países donde el poder se pretende heredar. Si uno piensa en los Clinton, en los Kirchner, en los Bush o en los Aznar, es imposible no establecer una estructura de saga aspirante a la corona. Pero ha sido el joven Justin Trudeau, con su victoria en las elecciones canadienses, quien ha venido a reforzar esta idea.

Su padre, el recordado Pierre Trudeau, ha sido un valor emocional para lograr desactivar casi una década de poder conservador. Para ello ha necesitado armar un discurso dirigido a todas aquellas personas que consideran que la desigualdad es el gran cáncer de las democracias occidentales. En lugar de asumir un legado o un relevo familiar, más bien se ha empeñado en contrastarlo. Y el acierto mayor de su discurso ha tenido que ver con una vuelta a sus orígenes. En una de las muchas anécdotas que ha relatado de su vida cuando era hijo del primer ministro del país, Justin Trudeau recordaba el empeño de su madre para que viajara siempre en el autobús escolar a un centro público de una barriada modesta. De este modo, sus amigos pertenecían a un país auténtico que se les niega a los hijos de muchos adinerados y poderosos. Esos amigos y esa educación pública son la idea central de su triunfo. Al recordar a un compañero que apenas recibía regalos por Navidad, frente al montón de paquetes que adornaban el árbol de su casa, reconoció su propio estatus como un privilegio y no como algo merecido.

La llegada al poder de Justin Trudeau se asienta sobre el concepto de saga, pero desde la negación de la élite. Si fueran inteligentes, todos los grandes mandatarios que ahora envían a sus hijos a escuelas privadas y tratan de relacionarlos con la nata económica de sus países y del vecindario más rico, se darían cuenta del error. El triunfo social solo llega desde el conocimiento de la sociedad, y para ello es necesario vivirla desde niño. Las familias que atesoran a sus cachorros para reproducir este modelo bastardo de democracia dinástica, podrían aprender de este ejemplo. Vivir bajo una lluvia de realidad te permite exhibir un discurso interesante y alcanzar el poder gracias a algo más que el impulso del dinero. Lo peor de las dinastías seudomonárquicas que pueblan nuestras democracias es que están basadas en los peores vicios de la realeza: la apuesta por la nobleza de sangre, la educación elitista, la desconexión de la realidad del país y el gusto por las divisas, la fama y el lujo. La democracia está pidiendo a gritos sagas rupturistas y no adocenadas, gente que use los privilegios de sangre para mancharse de realidad.

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