El trabajo y el tiempo

Lluís no hace vacaciones

El descanso veraniego no existe más que para hacer más llevadera la cotidianidad del resto del año

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MARÇAL SINTES

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La mayoría pensamos en las vacaciones de verano con un deseo intenso, las anhelamos fuertemente. Las esperamos con ansia. Semanas antes ya no tenemos en mente mucho más que las vacaciones. En el momento en el que nos levantaremos del escritorio o guardaremos las herramientas. Durante este periodo en el que los días de fiesta no están lejos pero tampoco acaban de llegar, las vacaciones ayudan a pasar las jornadas de trabajo, mientras se dibujan en nuestra cabeza escenas idílicas en la montaña, en la playa o en algún paraje más o menos exótico.

Con la llegada de las vacaciones se vacían las grandes ciudades. La gente se marcha. Se puede decir que huye. No solo de su casa, también del día a día. De la vida ordinaria. Huye de los otros 11 meses del año. Inevitablemente, el ritmo en la ciudad se ralentiza, el vacío coloniza calles y plazas. La vida en la ciudad deviene delgada y a cámara lenta.

Todo esto nos parece tan natural que no solemos pararnos a pensarlo mucho. Nos parece natural, acabo de escribir, pero de natural tiene poco. En realidad, bien se podría concluir que las vacaciones no son más que la contrapartida del resto del año. Que las vacaciones existen para hacer más llevadera una cotidianidad que muchos, la mayoría, no vive con gozo sino con incomodidad, casi como una penitencia.

En las vacaciones, y por extensión en la vida en las ciudades, me ha hecho pensar un payés que conozco bien. Un payés que nunca hace vacaciones ni entiende por qué debería hacerlas.

Nuestro hombre es un payés consustancial, quiero decir que no es un urbanita trasplantado al campo, sino alguien que se ha criado en la cultura y la tradición del campo. De hecho, nunca ha salido al extranjero, y la única vez que subió a un avión fue hace más de 40 años, para ir a Mallorca en viaje de boda. Hace un tiempo que tiene móvil e internet, pero internet no lo usa, lo pusieron para su hijo.

Lluís se levanta con el alba, come a mediodía y deja de trabajar cuando el sol se pone. En verano e invierno. No le gusta estar encerrado en casa y los domingos también va al tros. Siempre hay algo que hacer o, si no, pasea -inspecciona- sus tierras o las de otros que él se encarga de trabajar. Los días en que tiene que quedarse en casa, porque llueve o nieva, no está de humor. No sabe qué diablos hacer. De la tele lo que más le interesa es el tiempo. Y tiene su propia opinión sobre los meteorólogos de TV-3. Nuestro campesino no sabe qué es el estrés -suele ponerse nervioso, eso sí, en junio, cuando ha de segar el trigo y la cebada-, pese a que trabaja muchas más horas que la mayoría de mortales. Le gusta lo que hace y por eso no necesita vacaciones. Pero hay más que añadir. Él no ha interiorizado la división, tan moderna, tan urbana e industrial, entre, digámoslo así, vida y trabajo.

Las vacaciones pagadas, contra lo que pueda parecer, no tienen una historia muy larga. Su origen está en 1936 en Francia, en el pacto -los llamados Acuerdos de Matignon- entre  sindicatos, patronal y el Gobierno del Frente Popular de Léon Blum, socialista y hombre de orden. Sin embargo, no se extenderían por Europa -y España- hasta pasada la segunda guerra mundial. Las vacaciones son la madre del turismo de masas.

Lluís nunca ha sido turista. Las vacaciones pagadas pertenecen al mundo alumbrado por la revolución industrial, con sus fábricas y talleres, sus inhumanas condiciones laborales y el traslado de la población del campo a la ciudad. Los Acuerdos de Matignon son el resultado de ese mundo y de la presión del movimiento obrero en un momento de gran influencia de la Unión Soviética en Europa. Esta fuerza obrera y el miedo al comunismo llevaron a patronal y burguesía a aceptar las vacaciones, junto con cambios que mejoraron la vida de los trabajadores.

Esta dimensión posrevolución industrial no parece haberse insertado en el ADN de Lluís, un hombre del siglo XX y principios del XXI que parece haber quedado al margen del progreso histórico que esbozábamos.

Lluís, sin embargo, está satisfecho (yo diría que encantado) con su vida. Él, que podría permitirse más vacaciones que nadie, trabaja todo el año sin interrupción. Y me da la impresión de que, además de la vocación y de la pasión -de sentirse realizado, como suele decirse- una de las grandes ventajas de las que se beneficia es que su tiempo es aún el tiempo de antes. La luz -la salida y la puesta del sol- rigen su actividad, y del frío, el calor y la lluvia dependen las cosechas. Podría vivir perfectamente Lluís sin reloj, porque su tiempo es suyo -no tiene patrón- y tampoco es el tiempo de ahora, el tiempo moderno, urbano, fabril -creado por el hombre-, sino el tiempo de la naturaleza y, por tanto, mucho menos reglado y sincopado, mucho menos tirano que el tiempo de la ciudad.