La ética del bien común

Liderazgo, corrupción y control

Hoy más que nunca la legitimidad de los dirigentes requiere que sean coherentes y ejemplares

DANIEL FAURA

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El liderazgo a nivel mundial nunca había vivido una situación tan crítica como la actual. En su último Informe del 2015, el Foro Económico Mundial sitúa la desafección de la sociedad con respecto a sus líderes como el tercer gran reto que deben afrontar los países, solo superado por la profunda desigualdad de rentas y el persistente crecimiento de la población desocupada.

En nuestro entorno más inmediato, son numerosos los lamentables episodios que en los últimos tiempos ocupan los titulares de los medios de comunicación en relación con comportamientos reprobables -y en algunos casos delictivos- atribuidos a responsables de entidades tanto públicas como del sector privado. Estos comportamientos añaden más argumentos, si cabe, a esta desconexión entre la sociedad y quienes ostentan la responsabilidad de generar compromiso, ilusión y confianza para afianzar el bienestar general -o el bien común, como se prefiera- y la sostenibilidad del sistema.

También en el entorno empresarial y de los negocios cada vez se habla más y se dedica una especial atención a la responsabilidad social y los valores éticos. Desde hace unos años son numerosas las empresas que han redactado y hecho públicos códigos de conducta o que firman compromisos con organizaciones mundiales cuyo objetivo es el logro de la integridad, como es el caso del Pacto Mundial de las Naciones Unidas. Lamentablemente, algunas de estas empresas adolecen de un elemento clave en el proceso de generación de confianza, que no es otro que la coherencia.

De este modo, podemos identificar entidades con códigos éticos publicados, algunas de ellas incluso merecedoras de reconocimientos públicos, que no solo disponen de sedes en paraísos fiscales -como ha denunciado recientemente Intermón Oxfam- sino que incrementan su número y volumen de actividad año tras año. Por no hablar de otras que en su código deontológico incluyen el compromiso en la lucha contra el blanqueo de capitales y son denunciadas por llevar a cabo esta práctica delictiva.

Este fenómeno nos lleva a pensar necesariamente en el recurso a las llamadas palabras talismán. Pertenecen a esta categoría términos como transparenciaintegridad y ética, que cuentan con prestigio acumulado y que nadie pone en duda. Palabras que, como señalaba el filósofo Martin Heidegger, «son a menudo en la historia más poderosas que las cosas y los hechos». Vocablos, en definitiva, a los que si, como advertía el lingüista George Lakoff, se les dota de un marco y estructura narrativa, seducen e influyen en nuestras percepciones.

Afortunadamente, los avances tecnológicos, la difusión a través de las redes sociales y la viralidad de la comunicación son factores que están contribuyendo a que se desvanezca la futilidad de su encanto. La ciudadanía está constatando que se trata de palabras ambiguas, sin contenido, o peor aún, que amparan y conviven con conductas y prácticas reprobables. Esta debería ser la primera corrupción a desenmascarar. Y nadie debería mirar hacia otro lado, empezando por la propia sociedad, que no puede permitirse la indiferencia y que debe exigir una rendición de cuentas independiente y efectiva entre los distintos poderes, denunciando si se da el caso su falta de independencia y de neutralidad, al tiempo que exige su competencia.

La responsabilidad de las instituciones políticas en el proceso de recuperación de la confianza pasa por el deber y exigencia de ser ejemplares en su conducta, como sostiene el filósofo Javier Gomá, para quien la ejemplaridad se ha vuelto «una categoría política fundamental». Junto a esto, se impone también el deber de cumplir con los compromisos adquiridos desde la propia formulación de las promesas electorales.

Observamos también a menudo que la respuesta ante situaciones socialmente controvertidas es el anuncio o aprobación inmediata de leyes y regulaciones que las transformen, con pobres o inexistentes análisis de sus impactos, y en las que prima el poder imparable de las mayorías en detrimento de la búsqueda de un amplio consenso de todos los grupos de interés. Todo ello, con el añadido de que no se hace un seguimiento, evaluación y revisión de las mismas, lo que conlleva desconocimiento o ignorancia sobre cuáles han sido sus efectos reales.

Hoy más que nunca hay que recordar que la legitimidad del liderazgo requiere por parte de quienes lo ejercen una coherencia permanente entre el decir y el hacer, una conducta ejemplar que impulse su reconocimiento. Y por parte de la sociedad, la exigencia de una permanente, activa, clara, oportuna y confiable rendición de cuentas que incluya la asunción de responsabilidades ante la misma.