El proyecto de futuro

Un legado tóxico

Es precisa una conciencia histórica colectiva que articule cuanto antes un contrarrelato político

ALICIA GARCÍA RUIZ

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Hemos pasado de vivir en el supuesto final de la historia a habitar un momento contrarreloj. Ahora bien, lo que realmente toca a su fin es la coartada de estabilidad y crecimiento infinito con la que se encubrieron durante décadas las devastadoras prácticas económicas que ahora han explotado, por más que todavía se intente manipular la fantasía infantil de que es posible regresar al punto de inicio, como si no hubiera pasado nada. Se han quemado los puentes, si es que alguna vez los hubo, y en el interior de la «crisis» parece incubarse la siguiente, sin que se haga nada por evitarlo. Una vez que algo así ha sucedido no hay marcha atrás, porque el mundo desde entonces es ya nuevo. El tiempo histórico no es un palíndromo, no se puede recorrer indistintamente de atrás hacia delante y viceversa. Nos guste o no, nos atemorice o no, la configuración que ha tomado.

EL PRESENTE NOS reta a ser capaces de pensar desde el interior mismo de esa brecha histórica. No solo necesitamos saber cómo actuar en mitad del momento de absoluta urgencia que atravesamos; lo característico de nuestra época es que ahora también precisamos convencernos de que podemos hacerlo. Contemplar las fotografías de las ruinas de Detroit es un buen ejercicio mental, si es que todavía no nos hemos enterado de lo que está pasando cada día en todos los hospitales, centros sociales y escuelas públicas que aún siguen en pie. Cualquier reflexión que hagamos ahora debe efectuarse durante el curso mismo de los acontecimientos.

La idea no es nueva.Schillercomparó hace más de dos siglos los estados con un reloj viviente, que «no puede suspender su marcha. Hay que recomponerlo, sin pararlo y cambiar la rueda sin interrumpir el movimiento». La única tregua posible hoy es la fisura abierta por nuestra perplejidad, un espacio de reflexión en el que ni siquiera podemos permitirnos el lujo de parar durante mucho tiempo. Porque es preciso convertir cuanto antes esta discontinuidad histórica en una bifurcación respecto al desastroso camino que tercamente se ha tomado.

Detroit es una potente metáfora que nos interpela a través de sus inquietantes imágenes. Bibliotecas con libros aún abiertos, oficinas de empleo desvencijadas, farolas rotas, viviendas vacías en las que aún quedan restos de sus habitantes. A primer golpe de vista, estas instantáneas parecen dar testimonio de alguna catástrofe imprevista: una explosión, un ciclón, algún tipo de infortunio.

Lo que angustia más, si cabe, es enterarse de que no se trata de un cataclismo natural ni de una súbita explosión nuclear, sino del producto de una lenta dejadez, progresiva e implacable. ¿Qué es lo que puede nublar el juicio de tantas personas durante tantos años como para que esto suceda? Y ¿cómo es que parece que habitaron esos lugares en descomposición hasta el último momento? Más que una ciudad fantasma, Detroit parece una ciudad morada por fantasmas. Personas perdidas en algún punto del tiempo que no han sido capaces de determinar. O a las que no se les ha dejado otro lugar donde vivir.

Aprender algo de Detroit como metáfora es apuntar a una idea básica: estamos inmersos en un abrumador curso de acontecimientos, pero podemos reaccionar conscientemente ante él y modificarlo. Esto significa destituir procesos y responsables, constituir otras instituciones políticas o defender algunas de las existentes en la medida en que todavía las necesitemos. Y este, no otro, es el momento de hacerlo.

Podemos y debemos abrir un tiempo histórico habitable, en vez de cerrarlo por derribo. Es verdad que el puzle del ahora siempre viene sin manual de instrucciones, tal comoHannah Arendt dijo tomando prestada una cita deRené Char: el presente es «una herencia sin testamento».

Pero lo que nos ha caído encima es más que eso: es un legado tóxico, objetivo y subjetivo. Es la venenosa herencia del thatcherismo, del reaganismo y de sus acólitos: gobiernos, escuelas de negocios, círculos empresariales avarientos y corruptos. Y toda la indolencia imaginable. En dos palabras: un Chernóbil cultural.

Hace falta una conciencia histórica colectiva que articule cuanto antes un contrarrelato político y nuevas formas de organización. Para ello es crucial reconstruir el proceso de formación y expansión de este legado tóxico en marcha, vigilar el cauce de este río de barro, para esclarecer cómo llegamos aquí y generar para el futuro un archivo de sus evidencias, antes de que sean borradas. Esta severa conciencia histórica ha de saber mirar simultáneamente hacia atrás y hacia delante, pero no como el palíndromo imposible, no como quien fantasea la vuelta atrás.

Hacerse cargo, sin autoengaños, de la irreversibilidad, es escapar a la estructura de una esperanza vacía. Es el único impulso posible para revocar lo que está en marcha y tal vez cambiar el rumbo. Como dijoAlbert Camus:«Cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe que no podrá hacerlo. Pero su tarea es tal vez mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga». Investigadora de Filosofía (UB).