Artículos de ocasión

El latido de un país

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DAVID TRUEBA

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Un país tiene constantes vitales, como cualquier ser vivo. Nos olvidamos de ello, quizá porque, erróneamente, identificamos nuestro país con símbolos, fronteras, historia y demás elementos inanimados. Pero un país es un pálpito de vida. La noticia, que no nos ha conmocionado tanto como debería, ha sido descubrir que durante el año pasado murieron más españoles de los que nacieron. Algo que no sucedía desde la guerra civil, lo que debería llevarnos a pensar si no estamos viviendo otro momento traumático, pero sin darnos demasiada cuenta. La cifra parece un chiste, pero no lo es. El envejecimiento de la población tiene además un dato escalofriante añadido, que es el retraso en la edad de maternidad, que ha pasado a rondar los 32 años. Un disparate biológico sobre el que ya advertimos hace unas semanas, cuando reparamos en la gravedad de que el calendario económico se haya impuesto sobre el calendario humano. Caminamos hacia la catástrofe, porque estamos presos de un círculo vicioso, donde la carencia de empleo digno obliga a España a reducir población para disimular sus cuentas.

El engaño particular que los españoles, como muchos europeos, están comprando al por mayor consiste en falsear las cuentas. El corto plazo impone vender a los ciudadanos una contabilidad imaginaria, donde los servicios públicos se pagan por inspiración moral. El avance del fascismo, como ha ocurrido siempre, arranca en el desempleo. Sin embargo, hemos pasado varios años dedicados a falsear las estadísticas de empleo, contando a la gente que se da de baja en el paro porque está harta de esperar como si fuera un logro nacional. Nos salva la economía sumergida, que es un verdadero potencial nacional que apuntala la resistencia familiar. El trasvase al mundo digital ha generado unas desigualdades rotundas, donde crecen los ricos y crecen los pobres, a costa de la clase media. Mientras tanto, como escribió Marianne Moore, el debate nacional solo consiste en el combate entre la ignorancia y la arrogancia. La pescadilla española que se muerde la cola no es otra cosa que la imposibilidad de crecer demográficamente sin creación de empleo.

En un país de eminente valor turístico, salvamos las cuentas con la venida de extranjeros de paso. Su flujo constante, gracias a la bendición de nuestro clima –algo que no es mérito de nadie–, nos proporciona una población flotante. La estadística, pues, debería modificarse porque España tiene más habitantes de los que parece, aunque cambien cada semana. El problema es de cotizantes, porque, por desgracia, sectores como la hostelería y el turismo convocan una fiscalidad laxa e incontrolable. Pero España tiene que crecer y para ello necesita población joven. Por eso un plan de inmigración controlada, con reparto geográfico y un cierto grado de diseño interno, nos concedería una tregua en el envejecimiento prematuro. La política es exactamente la contraria de la que llevamos a cabo y en lugar de un plan de empleo y de incentivo a la contratación, lo que España necesita es un programa radical de potenciación educativa, convocando un esfuerzo de 15 años para sacar de nuestras escuelas a una nueva generación preparada y cuidada con mimo. El reto está en invertir la pirámide y en lugar de pensar que la emigración llega para quedarse los pocos empleos que hay en oferta, involucrarnos en traer familias con hijos de corta edad, que puedan beneficiarse de nuestra protección y nuestro plan educativo, generando empleo indirecto y protagonizando el relevo demográfico. Suena un poco loco, traer niños a España, pero más loco es dejar que la tendencia se consolide, y España se colapse en 20 años.