LOS LÍMITES DEL HUMOR Y LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN

Las risas no llegan al búnker

Las redes sociales son un inmenso escaparate al que solo nos asomamos para oír el eco de nuestros juicios y prejuicios

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EMMA RIVEROLA

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Llegó la Transición y España se carcajeó de sí misma. Los chistes sobre Franco, Carrero Blanco, sobre cualquier cosa que representara un pasado que daba miedo o un presente que se tambaleaba afloraban en todas las expresiones. Forges, Perich, Martín Morales, Peridis, Guillén y tantos otros destilaban su humor en la tinta de las viñetas. “Señor: la oposición está unida”, comunica un mayordomo sosteniendo una bandeja con una urna. “¡Y yo con estos pelos!”, se exclama un personaje con bigotillo, gafas negras y cinco pelos en la cocorota que han adoptado la forma de una cruz gamada. La viñeta ocupaba toda la portada de la revista 'Hermano Lobo' en 1976.

La risa siempre ha sido el conjuro contra el miedo, en todas las guerras afloran los chistes sobre sus miserias, en todos los momentos difíciles de la vida hay un resquicio para la burla, incluso de uno mismo. El humor como evasión, pero, también, como ilusión. Durante la dictadura, los humoristas bordaban filigranas mentales para burlar la censura. Los chistes sobre el régimen o la Iglesia circulaban entre cuchicheos.

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¿Desapareció la censura cuando se quebró el yugo franquista? La Constitución marcó los límites de la libertad de expresión en el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia. Unos límites muy razonables, pero que dieron lugar a interpretaciones judiciales cuestionables. (Que se lo digan a los dibujantes de 'El Jueves' y sus multas por “injurias” a miembros de la Casa Real). Más allá de hechos aislados, la persecución policial de un pasado en blanco y negro dio paso a un control más subjetivo y escurridizo, más personal y más difícil de detectar: la autocensura. Regida por patronos políticos, empresariales, económicos o los límites morales de cada cual.

LA RISA Y LA EMOCIÓN

El filósofo y premio Nobel Henri Bergson, en su obra 'La risa. Ensayo sobre la significación de lo cómico', establecía que el ser humano siempre se burla de una representación caricaturesca de sí mismo: “Fuera de lo que es propiamente hu­mano, no hay nada cómico. Un paisaje podrá ser be­llo, sublime, insignificante o feo, pero nunca ridículo. Si reímos a la vista de un animal, será por haber sorprendido en él una actitud o una expresión humana”. Según el filósofo, no hay mayor enemigo de la risa que la emoción. Desde el afecto, desde el cariño, difícilmente podremos elaborar un chiste. Tiene que existir cierta distancia emocional. “Lo cómico, para producir todo su efecto, exige una anestesia momentánea del corazón. Se dirige a la inteligencia pura”. Y solo alcanza su objetivo si “entra en contacto con otras inteligencias”.

Si atendemos a la teoría de Bergson y aceptamos que el humor huye de las consideraciones emocionales (por tanto, también de las convenciones sociales y de las fronteras morales), ¿es admisible cualquier expresión cómica? ¿Dónde ponemos los límites? Y, en cualquier caso, ¿a quién corresponde imponer esos límites?

AMEDRENTAR LAS VOCES DISCREPANTES

La reforma del Código Penal impulsada en el 2015 por el PP dio una nueva tipificación a los delitos de terrorismo. Lo que nació para apoyar a las víctimas de ETA y acallar la voz de la banda terrorista y su entorno, se ha acabado convirtiendo en el azote de raperos, titiriteros, tuiteros azote de raperos, titiriteros, tuiteros con o sin gracia y, ahora, del Gran Wyoming y Dani Mateo. El equilibrio entre los límites de la libertad de expresión y la aceptación del humor se ha quebrado a golpe de maza de una Audiencia Nacional que parece haber retrocedido a épocas pretéritas.

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Desde una óptica intelectual, desde la defensa de la cultura y la tolerancia, las últimas sentencias son una aberración. La revisión del delito de enaltecimiento terrorista es necesaria y urgente. Es evidente la intencionalidad política de quienes han impulsado las denuncias. Es obvio también que buscan amedrentar las voces discrepantes. Y también es indiscutible que todas las sentencias han estado influidas por una mirada subjetiva anclada en un conservadurismo trasnochado.

CONTRADICCIÓN ENTRE PROTECCIÓN Y LIBERTAD

Pero, más allá de los últimos episodios, lo cierto es que el debate sobre los límites del humor difícilmente quedará zanjado. Vivimos en una contradicción entre la protección y la libertad. En las dictaduras, el discurso lo dicta el Estado. El silencio envuelve a la mayoría. Y la minoría que se atreve a disentir es perseguida y reprimida. Por contraposición, sería aceptable pensar que el discurso debería ser totalmente libre en una democracia. Entonces, los límites quedarían reducidos a la decisión personal de consumir o no ciertas opiniones. Todas deberían ser posibles, aunque nos ofendan, aunque nos duelan. Nuestra vulnerabilidad a cambio de la total libertad.

Pero no estamos dispuestos a quedar totalmente expuestos. Es fácil ser tolerante con los que piensan bien y censurar a los que no se ajustan a nuestra mentalidad. Las redes tampoco ayudan a la apertura de miras. Un inmenso escaparate al que solo nos asomamos para oír el eco de nuestros juicios y prejuicios. En el búnker se está tranquilo, pero ni siquiera se oyen las risas.