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Las luces de mi calle

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DAVID TRUEBA

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Mis amigos siempre se han preguntado las razones que hacen de España el único país del entorno europeo que no ha visto surgir con fuerza un partido ecologista. La respuesta es sencilla: quizá nuestro entorno no sea el europeo, sino algo más desarrollista y basado en la economía ramplona, esa que todo lo fía, hacer dinero rápido. Pero tengo otro amigo que considera algo más grave: al no existir una opinión de carácter ecológico establecida socialmente, en España se utiliza el término sostenible, verde o bio solo para dar el tocomocho. No llego tan lejos en mis análisis, pero sí he experimentado una rara desazón en las últimas semanas. Por sorpresa, en mi calle se procedió a cambiar las luces de las farolas por otras más modernas dotadas de tecnología led. Fue ver a los operarios subidos a sus escaleras y sentir un alivio absoluto. Por fin, por fin alguien en España se toma en serio la ecología y vamos a proceder al ahorro en emisiones y consumo. Por algo a los desarrolladores de la led, Isamu AkasakiHiroshi Amano y Shuji Nakamura, les han concedido el Nobel por sus luces blancas. Ah, pero los días posteriores no trajeron más que decepciones.

La primera, y aunque sea menor, para mí tiene una gravedad absoluta. Las luces de mi calle son una porquería. Su tono es frío, azulado y se ha perdido el caluroso sentido lumínico. Los árboles, bajo su luz, parecen esconder detrás no unos pisos acogedores, sino hospitales de urgencia y tanatorios. La luz fría ha convertido la calle en un campo mortuorio de novela de terror escandinava. Aún es más grave que estén puestas de una manera torpe, porque deslumbran a conductores y aves nocturnas, ciegan a quien mira el cielo y carecen de difusor, con lo que provocan un pelotazo de luz, que se cuela por las ventanas y hace sufrir a las personas que intentan pensar, hacer el amor, escribir, leer o mirar la tele cerca de un ventanal.

Al pensar estas cosas me sentí culpable. Porque si era por razones ecológicas estaba dispuesto a callarme y bendecir el ahorro. Todo el mundo sabe que nuestros ayuntamientos, y el de Madrid el que más, se matan por ahorrar y no se meten en obras y cambios absurdos que provoquen deudas millonarias. Hasta que alguien más entendido que yo me explicó que ni hay un plan ecológico detrás ni un estudio serio y que hasta en algunos departamentos especializados se apunta a otro pelotazo económico similar al de las energías renovables, que acabaron por estar machacadas por el Gobierno tras alimentar las esperanzas de la población con trampas contables. Lo que nos quedan son muchas preguntas. Pero asómense a sus calles y comprueben si las luces de las farolas también han padecido esta mutación. La temperatura de color es, como sabe todo aficionado al cine, un estado de ánimo. No me gustaría pensar que algún irresponsable no ha calculado el daño que puede hacer convirtiendo nuestro país en un triste frigorífico. En España es muy posible partir de la idea de un premio Nobel y transformarla en una catástrofe monumental, somos así. Cualquiera con dos dedos de frente sabe que se puede ahorrar sin causar daño estético, y que el reto consiste en aunar ambas iniciativas. De no ser así estaremos ante otro tocomocho a costa de la ecología. Nos la han pegado otra vez con nocturnidad.