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Las leyes no son trampas

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DAVID TRUEBA

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Tengo un amigo que siempre elige los ejemplos de la ley para ilustrar las injusticias del mundo. Hace poco trató de rescatar un viejo teatro, y finalmente tiró la toalla: le pedían demasiadas licencias y reformas, normativas y permisos como para seguir adelante. A los pocos días me contó que le había sorprendido saber que las iglesias no tenían normativas similares a los locales de espectáculos, con sus salidas, baños, etcétera. Ritos antiguos, el teatro y la misa, le parecían que debían regirse por exactas normativas. Nunca sé si tiene razón o son inventos suyos para provocar, pero hace poco me llamó la atención que los norteamericanos se han pillado los dedos por algo bastante similar. Después de los rechazos viscerales contra las leyes de universalización médica de Obama, recientemente varias empresas se negaron a cubrir para sus empleados algún tipo de medicamento anticonceptivo basándose en sus derechos religiosos.

Con una sentencia a favor, no se ha tardado en abrir una veta para peticiones similares. Y, así, un preso de creencias islámicas se ha remitido a la misma sentencia que ampara esas objeciones religiosas para pedir que le dejen llevar la barba preceptiva en su prisión. La barba está prohibida en las cárceles de Norteamérica por razones de seguridad, pero el preso alega que es fundamental para su religión y para demostrar el afecto a sus creencias. Las excepciones asentadas judicialmente en las creencias religiosas abren una brecha en el derecho y los Estados harían bien en no incurrir en contradicciones. No parece razonable que lo que se le niega a algunos se les permita a otros basándonos tan solo en la simpatía que le despierta al tribunal una religión particular sobre otra. En Europa vivimos casos similares que tienen que ver, en muchas ocasiones, con la vestimenta reglamentaria o permitida en instituciones sociales o deportivas, y lo más alarmante es no lograr un acuerdo general.

La ley, y esto es algo que no mucha gente quiere entender, no marca unos máximos, sino una vara de medir. Cuando la gente se indigna por algún crimen o por la corrupción generalizada, siempre gritan para reformar la legislación, cuando lo razonable es utilizar de manera lógica lo que se tiene a mano y no tratar de variar las leyes para que encajen las excepciones. Una ley debe aspirar siempre a su generalización, a causar el menor daño, a ser admitida por unos y por otros, los que ocupan un lugar y el de enfrente. El error está en utilizar la ley para hacer política o fundamentar las religiones o cambiar los usos sociales. La ley se hace para el delincuente y la víctima, para el ateo y el creyente, y debe ser justa con ambos. En este error seguimos, amparando que las reformas sean siempre manipuladas por la pasión o el dolor o la sentimentalidad. El respeto a la ley, que es la cuna de la vida en libertad, se sustenta en que esa ley sea transparente, aplicable en cualquier situación y desde cualquier perspectiva. Esa generalización evita que unos la quieran ablandar cuando les conviene y endurecer cuando les interesa. La ley debe velar sobre nosotros obligándonos a aceptarla cuando no nos gusta en recuerdo de las veces en que nos liberó de los gustos de otros, tan razonables como los nuestros.