La rueda

Las fronteras de la humillación

Demasiadas veces el enemigo que favorece la discriminación está bajo nuestra propia piel

EMMA RIVEROLA

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Violencia, saqueos e incendios hieren a Baltimore, una ciudad en la que si eres pobre y negro eres carnaza de la brutalidad policial. La tierra tiembla en Nepal; cuando cesa la sacudida, llega la insoportable impotencia del tercer mundo. El Tribunal de Justicia de la UE avala la exclusión de los homosexuales como donantes de sangre; el estigma se impone. Las españolas cobran de media un 19,3% menos que los hombres. Las ayudas a entidades para la inserción laboral de las personas con discapacidad se han desplomado con la crisis. La pobreza infantil se ha instalado en miles de hogares catalanes, los médicos alertan sobre los efectos indelebles que pueden permanecer a lo largo de su vida…

La diferencia no es el problema. El mal radica en la dolorosa línea de la discriminación. Ese surco invisible que regala a unos la esperanza de un futuro y castiga a otros en el redil de lo imposible. Ese lugar donde las estacas se clavan tan profundas y tan unidas que solo pueden salvarse con heridas. Barrotes altivos e inmóviles que se erigen en dueños y señores de los límites. La discriminación impone sus fronteras y dictamina que unos son superiores a los otros. Y nosotros, demasiadas veces, somos prisioneros de sus dictámenes. Cautivos de sus tabús o dueños de sus patrones. Porque también demasiadas veces el enemigo está bajo nuestra propia piel. Ideas que denostamos en público se apoderan de nuestros actos en la soledad. Un gesto de prepotencia, una mirada de desprecio, una palabra arrogante, cualquier ofensa que nos sitúa al otro lado de la línea, con los superiores. La discriminación da miedo. Aterran la marginación, la humillación y la desesperanza y la rabia que habita en ella. Y es en la universalidad de ese miedo donde radica, al fin, la simple y tenaz constatación de la igualdad.