La rueda

Las fosas de no sé quién

A fuerza de dilatar lo sensato, la corrección política puede llegar a veces hasta el ridículo

OLGA MERINO

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Ya se acercan las verbenas y las veladas al fresco con sus largas sobremesas, bien regadas de cava y sangría. ¿Quién no se ha reído con un chiste de gitanos en esas circunstancias? ¿O con una ocurrencia machista? Las cenas estivales no serían lo mismo sin el bocachancla de turno, cuya incontinencia verbal resulta risible mientras permanece en el espacio íntimo, sin airearla en esa casa de locos llamada Twitter. La brevedad de los tuits -solo 140 caracteres-los parangona con las greguerías y los aforismos, pero con la peligrosa añadidura de que el medio exige inmediatez de disparo, una cualidad bastante incompatible con el ingenio, la elegancia y la lucidez. Que se lo pregunten, si no, al profesor Jorge Wagensberg, maestro del género breve y autor de una sentencia que viene aquí al pelo: «El insulto busca la ofensa y apunta a las personas; la libertad de expresión apunta a las ideas y busca la crítica».

Los muertos siempre escuecen. Los chistes que Guillermo Zapata colgó en Twitter son, en efecto, lamentables. Chistes gilipollas, con perdón, pero ya está: el efímero concejal de Cultura de Madrid pidió disculpas y no es cuestión de lincharlo. La corrección política, a fuerza de estirar lo sensato, puede llegar a veces hasta la estupidez.

Y encima está lo del doble rasero. Resulta que Pablo Casado, flamante vicesecretario de comunicación del PP -¡vaya cambio con Luzil!, decía aquel anuncio, más viejo, por cierto, que el chiste del cenicero-, se soltó la melena en un mitin, hace unos cuantos años, diciendo que los jóvenes de izquierdas son unos «carcas» porque siguen erre que erre con la matraca del abuelo, la guerra civil y «las fosas de no sé quién». Le reprochan el comentario ahora y alega el delfín que no se puede equiparar a los tuits de Zapata. Y tiene razón, desde luego: no son equiparables porque en algunas casas el verbo dimitir ni está ni se le espera.

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