La base de la identidad humana

Las formas de la memoria

La complejidad de la mente puede hacer que el recuerdo de un hecho sea una sombra de lo que ocurrió

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MARÇAL SINTES

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Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos. Jorge Luis Borges

Cada persona es un mundo, se suele decir, o bien: cada persona es única. A pesar de que no significan exactamente lo mismo, estas expresiones son absolutamente ciertas y ambas se complementan.

Nacemos diferentes, recorremos caminos diferentes y nos relacionamos de forma diferente con el entorno. Nuestras capacidades sensoriales y cognitivas no son idénticas y, encima, nuestros sentidos (en conjunción con el cerebro) tienen por costumbre engañarnos a menudo, alterando nuestra percepción de las cosas. Las experiencias percibidas las procesamos, almacenamos y revisitamos cada uno a su manera.

Avancemos algo más. Cada hombre o mujer cambia constantemente, deviniendo diferente a sí mismo, por decirlo así. El vivir va modelando nuestra forma de ver el mundo. Nos hace evolucionar. Hoy no pensamos ni sentimos como lo hacíamos cuando éramos adolescentes, pongamos por caso. Ni aunque lo deseáramos podríamos. Sabemos también que nuestras experiencias tienen el poder de modificar nuestro cerebro, que es un órgano enormemente plástico, o sea, como ha demostrado la neurociencia, que este órgano se transmuta en un sentido u otro según el tipo de actividad que le hacemos llevar a cabo. El cerebro es incluso capaz de autorrepararse, consiguiendo que otras áreas asuman las funciones de una parte dañada (por una enfermedad o por un accidente).

La memoria -base de nuestra identidad- no es estática, ni mucho menos un mecanismo exacto. Incorporamos, asumimos, nueva información sin parar. Y olvidamos cosas, siempre estamos olvidando cosas. El olvido, por su parte, constituye en sí mismo un factor de alteración de la memoria. El proceso de borrado de recuerdos resulta necesario, pero no lo controlamos. Por si fuera poco, cada vez que reutilizamos un recuerdo, ese recuerdo se ve transformado, de modo que nunca lo recordamos igual.

Nuestra memoria esculpe nuestros recuerdos, así es que podemos llegar a recordar hechos que se asemejan poco a la experiencia originaria. El recuerdo de un hecho puede acabar convirtiéndose en una pura sombra de lo que realmente sucedió o haber sufrido una extraordinaria distorsión. O aparecer de repente tras haberse mantenido oculto, sumergido en el inconsciente durante años.

También puede ocurrir que rememoremos cosas que no sabemos de dónde salen, porque hemos olvidado su fuente. Esto hace que, tal como ha explicado brillantemente Oliver Sacks, se produzcan plagios y autoplagios involuntarios -copiamos o nos copiamos sin ser conscientes de ello-,

que recordemos vivencias que no hemos vivido personalmente -recuerdos que no son nuestros y de los que nos apropiamos sin querer- e, incluso, que sea posible implantar, en determinados casos, falsas experiencias en la memoria de las personas.

Hablando de las travesuras que nos hace la memoria, Sacks menciona, por ejemplo, el caso de Ronald Reagan, que -no estando aún enfermo- narraba por equivocación como verdadero un suceso que formaba parte del argumento de la película A wing and a prayer, de 1944, filme que le había impresionado profundamente. O los casos relativamente habituales de plagios cometidos por sus autores con total inocencia. Parece que el presidente estadounidense había conservado los hechos en su memoria, pero olvidado la fuente. El propio Oliver Sacks creía haber sido testigo durante su infancia en Londres de un bombardeo que en realidad no había vivido personalmente sino que le había sido relatado por su hermano Michael.

El contacto con la realidad inevitablemente nos transforma y transforma a su vez el modo en que nos relacionamos con esta realidad, en una dialéctica ininterrumpida, dibujando un círculo que impulsa y condiciona nuestra existencia. Percibimos, procesamos, almacenamos, recuperamos, reprocesamos, etcétera, una y otra vez, ininterrumpidamente, siempre.

Cada persona es un mundo y es única, y la ciencia no deja de llenar de contenido estas afirmaciones populares. Por otro lado, cuanto mejor percibimos, cuanto más tomamos conciencia, de la tremenda complejidad de la mente y de su funcionamiento, más abocados estamos a repensar algunas de las ideas que sustentan la arquitectura ideológica de nuestra civilización. Cuestiones relacionadas con la propia ontología del ser humano -quién o qué somos- o bien cuestiones epistemológicas fundamentales, como la forma que tenemos de concebir e interactuar con el mundo que nos rodea o la naturaleza de lo que llamamos verdad (que, seguramente, deberíamos desdoblar en una verdad histórica y externa y una verdad, o memoria, psicológica y personal).