MONÓLOGOS IMPOSIBLES

Las cosas del correr

Màrquez-Barril

Màrquez-Barril / periodico

Joan Barril

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Me gusta el invierno, porque en mi pueblo cae la niebla y la gente solo me reconoce cuando está muy cerca. Pero lo que más me gusta del invierno de las comarcas de Lleida es que puedo ir vestido de normal, sin la necesidad de llevar una marca en la gorra y otras en el pecho. Me pagan mucho por hacer de hombre anuncio, pero lo que prefiero es montarme en una moto y dejar que ella me lleve por las carreteras sin más ovaciones que el viento que se cuela en el casco. Además, es en invierno cuando voy a ver a los abuelos y les cuento cómo son los circuitos del mundo y cómo hablan los australianos, los checos o los malayos.

A veces me quedo solo en el garaje y me estoy un buen rato mirando la moto. Siempre huele a moto, que es un aroma que solo conocemos los que nos dedicamos a las cosas del correr. En la moto todo es visible. No es como esas máquinas que se esconden bajo el capó de un coche. La moto es un libro abierto del ingenio humano. Cada cable y cada pieza vibran, aunque el motor no esté en marcha. A veces, en los semáforos, veo a los otros motoristas fijándose únicamente en mi máquina. No me miran a mí por ser quien soy. En realidad, tampoco me reconocerían bajo el casco. Miran el temblor impaciente del tubo de escape, la fortaleza interior de los cilindros o el lento fluir del combustible, como si se tratara de una sangre densa y dorada capaz de llevarte de cero a cien en seis segundos.

Conviene dialogar con la moto siempre con una gamuza o un paño humedecido. Frotarla y arrancarle la pequeña gota de barro o la mota de polvo de las carreteras secundarias. El metal agradece esas caricias y luego, por algún extraño arte de la comunicación, transmite su satisfacción al resto de las motos que se agitan en la parrilla de salida. No quiero decir que yo ame a mi moto, como dirían los cursis. Tampoco quiero apasionadamente a mi brazo o a mi oreja izquierda. La moto ya forma parte de mí como si se tratara de una pieza más de mi biología. Cuando camino me siento rugir, y cuando me siento en la terraza de un bar noto la música del punto muerto.

Me van bien las cosas este año. Gano y a veces siento en la nuca el aliento de envidia de mis competidores. Pero la velocidad no es lo único que importa. Me encuentro donde estoy para correr, pero también para sonreír, para ser el primero de la clase y al mismo tiempo para ser el más fuerte siendo en realidad el más frágil. Escribo palabras sobre la pizarra del asfalto para que los que vienen detrás las recojan. Al fin y al cabo, la vida del motorista de competición dura más bien poco. Cuando se vive a lomos de una moto, todas las carreras son distintas. Pero cuando se escribe sobre ese oficio, todas las carreras parecen la misma.

Me dicen que a veces me inclino demasiado y que el suelo me hace cosquillas en la rodilla. Es un presagio del destino de una generación que huye de sí misma a toda velocidad. Acabaremos en el suelo, como ha de ser. Y solo aspiro a que en ese momento mi moto y yo llevemos nuestras heridas por caminos distintos. No podría soportar la traición de ver cómo media tonelada de ruedas, bielas y carenados me caen encima ante el grito de esos aficionados que están convencidos de que la velocidad es siempre una ciencia exacta y que el equilibrio hiere como el sonido de un violín.