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Las autopistas y la nada

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DAVID TRUEBA

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Uno de los errores de cálculo que ahora minan la identificación de los europeos con su gobierno de Bruselas tiene que ver con los orígenes fundacionales. Centrados en el intercambio comercial, la verdadera unidad europea alcanzó su máxima representación con la moneda única. Ni tan siquiera el lanzamiento del euro vino acompañado por una autoridad monetaria centralizada, pero más importante que eso, convirtió al billete en el centro de representación simbólica de un continente. Nadie le niega a la moneda su potencia emocional, pero mal viaje hicimos al centrarnos únicamente en ella como motivador de la unidad entre países. La capacidad de acción y la decisiva implicación de todos los líderes europeos logró que la moneda saliera adelante y que hasta los países más retrasados económicamente pudieran falsear sus cuentas para cumplir con la conversión. El problema fue que se olvidaron de nutrir alrededor de la moneda una unidad común, llena de elementos distintos como la ciencia, el arte, la comunicación y la innovación. Al día de hoy ondea el billete y, por lo tanto, la fluctuación económica marca el único reconocimiento continental. Si las cuentas van bien, todos se muestran satisfechos; si las cuentas no cuadran, todos quieren marcharse de vuelta a su casa y ser dueños de su pobreza.

En España ha pasado algo similar. La necesidad de financiarse de los partidos cuando las campañas de propaganda se convirtieron en fundamentales para acceder al poder, los entregó de pies y manos a las grandes empresas constructoras. Tenían para ellas un pastel apetecible de concesiones y obra pública por hacer y, por lo tanto, resultaba natural que parte del dinero encontrara los recovecos por los que llegar en secreto a los grandes partidos con posibilidades de gobierno. El resto de la historia ya lo conocemos. Si miramos alrededor, lo que encontraremos son unas autopistas estupendas, algunas de ellas con el poder de hipotecarnos por muchos años o costarnos estupendas rentas en cada viaje. También una alta velocidad eficaz aunque cara ejemplifica la principal labor de desarrollo de nuestros gobiernos. Pero no ha existido, quizá porque no había tanto dinero para repartir por debajo, el interés en crear una red similar de comunicación cultural que permitiera la explosión científica y educativa que se merecía la generación que se educó en las dos últimas décadas de crecimiento económico. No, les pusieron en la autopista con el cerebro machacado por una televisión mediocre que les bombardeaba con un paraíso facilón y zafio.

Las otras autopistas las echamos de menos, como echa de menos Europa algo que llevarse a su imaginario que no sea un billete común. Echamos de menos esas autopistas de conocimiento y salud mental que habrían significado un intercambio cultural y científico ajustado a la demanda del mundo del futuro, ya presente. Si uno repasa universidades y centros de desarrollo científico se encontrará precariedad y poca transparencia, el talento mayor, emigrado o desincentivado, y apenas algunos héroes, casi siempre anónimos, que sostienen un reto por encima de sus recursos. Y esas autopistas nos faltan porque no había detrás una construcción interesada ni políticos hambrientos de otra cosa que no fuera dejar satisfecha la renta familiar por tres generaciones.