La rueda

La utopía de un mundo sin miedo

En la oscuridad del fanatismo no hay espacio para la creación ni para la paz

EMMA RIVEROLA

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Tengo miedo, dice ella mientras cierra las ventanas de su piso en París. Tengo miedo, dice él mientras camina hacia la mezquita y siente el acero de las miradas. Tengo miedo, dice la madre que ve a su hija bonita desaparecer tras un niqab recién comprado. Tengo miedo, dice el niño que tiene frío y hambre y está sucio y no quiere subirse a la barcaza ni tampoco quiere quedarse en la tierra que estalla ni tampoco quiere la vida que le ha tocado. Tengo miedo, piensa el político que grita «¡a la guerra!» mientras mira a las víctimas de ahora y sabe que un día rendirá honores a una hilera de ataúdes cubiertos por su bandera.

El miedo como el hilo invisible que se enreda entre las diferentes víctimas del fanatismo. Entre los que temen morir y los que temen que la semilla germine en alguien que aman o los que con su poder alimentan al monstruo. El recelo que hace cambiar de vagón de metro o evitar ciertas calles. El terror de cuando sabes que tu vida se ha impregnado de muerte. El estremecimiento al descubrir que su mirada ha cambiado, que el odio anida en algún lugar oculto. No hay miedo que no tenga su reflejo. Uno contra otro. Y ambos se hacen más grandes, más incomprensibles, más intolerantes. Uno contra otro, devoran la luz.

El miedo como el rosario del que penden millones de víctimas exterminadas y olvidadas. La humanidad herida por la soberbia de unos fanatismos disfrazados de ideologías o religiones que han ido cambiando sus nombres pero que siempre han acabado olvidando la justicia y el bien. Ejércitos de salvadores caducos, instalados en la superioridad moral, que, por los siglos de los siglos, han aniquilado la esperanza y la compasión. En la oscuridad del fanatismo no hay espacio para la creación ni para la paz. Tan solo queda la tozuda utopía de imaginar un mundo sin miedo.