La lucha contra la corrupción

La transparencia pública translúcida

Solo se evaluarán de verdad las políticas públicas si hay una imposición legal y política

CARLES RAMIÓ

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

El Parlament de Catalunya está a punto de aprobar una Ley de Transparencia y de Información Pública. Más vale tarde que nunca pero llega con una demora injustificable y después de que el Estado español haya aprobado a finales del año pasado una imperfecta ley sobre la misma materia. Esta norma catalana va a mejorar algo a la española pero de manera insuficiente. Los especialistas en gestión pública se equivocaron cuando afirmaban que la mejor vía para la legitimidad social de las administraciones públicas era prestar mejores servicios públicos de manera más eficiente.

Resulta que en los últimos años hemos logrado prestar mejores servicios públicos pero esta legitimidad sigue sin producirse y cada vez hay más desencuentro entre nuestras instituciones y la sociedad. A mi entender la legitimidad social de las administraciones solo se logra si somos transparentes a la hora de tomar decisiones y gastar el dinero público y, además, si prestamos servicios de calidad y de forma eficiente.

Políticos y funcionarios seguimos ocultando a la ciudadanía cómo tomamos las decisiones y cómo las gestionamos. Las administraciones operan como sociedades secretas. ¿Qué pueden observar los ciudadanos del sistema público? La respuesta es que los ciudadanos solo perciben las entradas y las salidas del sistema público pero no lo que se hace dentro del mismo. Pueden ver las entradas: votos que se convierten en equipos de gobierno y los ingentes recursos económicos que acceden a las arcas públicas procedentes de los impuestos. Y también pueden percibir las salidas: gran variedad de servicios públicos cada vez más afinados, de calidad y eficientes. Pero a la hora de gestionar el sistema ponemos una enorme y opaca cortina para que no nos vean. Y si nos ocultamos cuando gestionamos, los ciudadanos creen que tenemos motivos para hacerlo y sospechan que tenemos prácticas clientelares (que es cierto en demasiados casos) y que la corrupción es norma predominante (incierto de forma global aunque existe aún en exceso).

Por transparencia no hay que entender webs específicas para ello ni una mayor divulgación sobre lo que se hace, que a veces está excesivamente emparentado con el márketing institucional. Por transparencia hay que entender proporcionar información clara sobre cómo se toman las decisiones y cuáles son sus motivaciones. Y, especialmente, al ciudadano le preocupa el destino de hasta el último euro de dinero público. Y para que el ciudadano sepa el destino exacto de los recursos económicos públicos no es útil lo que propone la nueva ley sobre la publicidad de los presupuestos, que son incomprensibles incluso con ojos de experto y de nada sirve detallar su nivel de ejecución en cada momento ya que es una información sobre algo que no es entendible y, por lo tanto, prescindible. El ciudadano quiere saber temas de detalle que le generan curiosidad, una forma intuitiva de controlar por la vía del muestreo.

Quieren saber, por ejemplo, lo que se ha gastado un organismo público en la retribución de un ponente, en una copa de vino de honor o en una comida institucional. Es curioso, pero en los países con tradición en la rendición de cuentas han desaparecido un conjunto de convenciones que en nuestro contexto nos parecen legítimas (agasajos, comidas de trabajo, etc.) que no tienen nada de disfuncional pero que son rechazadas por una parte importante de la ciudadanía. Si esto sucede con estas inofensivas prácticas es fácilmente imaginable cómo una estricta rendición de cuentas desmontaría la mayoría de las prácticas corruptas. Y para redondear también es necesaria la evaluación de las políticas públicas de forma transparente. En nuestro contexto nos encanta hablar de evaluación pero para llevarla a la práctica de forma aislada. Solo se evaluarán de verdad las políticas públicas si hay una imposición legal y política. Para ello es imprescindible que las leyes obliguen de oficio a destinar parte del presupuesto a la evaluación de cualquier política o iniciativa pública.

Además, el poder legislativo debe tener una institución especializada en evaluar las políticas públicas. Si el Gobierno sabe que puede ser objeto de escrutinio por parte del Parlamento, el presidente va a poseer mecanismos internos de evaluación de sus políticas públicas y las distintas instancias administrativas ya se encargarán de evaluar previamente sus iniciativas para poder estar en perfecto estado de revista ante futuros análisis del presidente y del Parlamento. Avanzamos de forma insuficiente ya que ahora diseñamos una transparencia pública traslúcida donde la cortina deja pasar la luz pero no se puede ver todavía con exactitud lo que hay detrás de ella.