monólogos imposibles

La tragedia del encargado

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JOAN BARRIL

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Sabía que esto iba a pasarme a mí. No se puede ir a ganar con un equipo que ya es ganador, porque dejas de jugar contra el adversario y el adversario acabas siendo tú mismo. Cuando llegué al Barça, me encontré con una afición mimada. Se habían olvidado de lo que es perder. El tal Guardiola era tan importante como Bergoglio, ese Papa argentino al que todo el mundo –incluso los agnósticos– quiere. Y luego llegó el Tito Vilanova, que tuvo que dejar el banquillo por una enfermedad que dejó a la afición dolorida. Y ahí llegué yo, como suplente de Dios y enfermero de un paciente querido y martirizado por la quimioterapia. ¿Qué extraña vanidad me llevó a entrenar al Barça? Ahí estaba Leo, es cierto. Pero para ganar no bastan unas piernas. También son necesarias las cabezas. La mía y la de todos. Y en el vestuario me encontré con esas caras de eterna sospecha. Gente que me miraba como diciendo: “Y ese míster, ¿qué sabe de nosotros?”. Ellos no sabían lo importante que había sido haber sacado al Newell’s Old Boys de los puestos de descenso y llevar a los muchachos a la cima del campeonato.

Al Newell’s le llamaban “La lepra”, que es una enfermedad contagiosa y antigua. Pero el Barça es otra cosa. Está afectado de una ciclotimia permanente. Cuando ganan es porque se lo merecen, pero cuando pierden parece que les gustaría perder más. Los responsables de ese sanatorio futbolístico siempre tenemos la culpa de todo. Pero mientras tanto la afición se desaficiona y acaba poniendo piedras en los bolsillos de los jugadores. Al barcelonista no le sirve de nada quedar segundo. La Liga española solo la juegan dos equipos y de lo que se trata es de hundir al adversario sea como sea. Yo tampoco vine aquí a jugar contra los elementos. Pero aquí estoy, como culpable de todo lo malo y cumplidor obligado de todo lo bueno. Si ganamos seré como el encargado que cumple su función en el mostrador. Si perdemos, no encontraré lugar alguno sobre la tierra.

A veces pienso que lo hacen a propósito. El Barça ha sido siempre un club cainita, que no tuvo reparos en organizar el famoso motín del Hesperia. Tal vez ahora me encuentre ante un motín oculto. Esos tiros de Neymar al cielo, esos vómitos de Leo, esos errores de Piqué, ¿no serán en el fondo una manera camuflada de decir que no se sienten queridos? Cada tarde estoy ante una afición implacable. Empezaron metiéndose con mi chándal verde y con mi barba de dos días, y ahora ya están buscándome sustituto. Incluso llegan a decir que se acabó un ciclo y que ese ciclo lo he acabado yo. Es difícil perder cuando se tienen todas las de ganar. Pero más difícil es que la gente crea que una derrota es una maniobra orquestada, como si yo hubiera sido Ulises encerrado en la barriga de un caballo lleno de guerreros para acabar con el club desde dentro.

No sé qué hacer y se me exige demasiado. Cuanto más conozco, más sé lo mucho que ignoro. De noche, en la oscuridad de las ventanas, voy leyendo las críticas de esos plumíferos boludos que intentan segarme la hierba bajo los pies. Tal vez tengan razón. Tal vez quieran regresar al pasado. De nada sirve la felicidad eterna, porque si no fuéramos de vez en cuando infelices, ¿cómo conseguiríamos la dicha definitiva? Mientras tanto prefiero meterme con los árbitros y que me expulsen a la grada. Si el equipo no quiere estar junto a mí, yo tampoco tengo ganas de estar con el equipo.