Pequeño observatorio

La sensibilidad pide ayuda al oficio

JOSEP MARIA ESPINÀS

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A menudo he recordado a aquel joven, compañero de estudios, que se había estrenado hacía poco como escritor, todavía inédito. Leí el texto que me llevaba y osé decirle que estaba bastante bien pero que lo que me había enseñado era, quizá, a veces un poco azucarado para mi gusto. Me hizo saber, como justificación: «Es que yo soy muy sensible». Me sentí incómodo. Sí, algunos adjetivos eran quizá innecesarios, me parecía que sobraban algunas frases justificadas solo porque eran hermosas.

Los sentimientos son peligrosos en literatura. Más a menudo los líricos. El escritor, sobre todo el aprendiz, creo que conviene que sea prudente en el uso de una prosa tocada por la emoción. Quizá apoyarse en expresiones emotivas es explicable en la adolescencia vital y, naturalmente, en la adolescencia literaria, pero cuando llega la madurez es aconsejable no confundir los sentimientos personales con la emoción que supuestamente producirá aquella frase en un lector. Porque hay un hecho indiscutible: los sentimientos no son fácilmente transferibles a un papel conservando su fuerza. Especialmente si los sentimientos se presentan demasiado explicados, con palabras más bien tópicas y previsibles.

«La emoción es lo que sale de lo más profundo del pecho», definía una expresión latina. Es bonito, pero sospecho que es falso. El corazón no piensa, no imagina, no tiene sentimientos. Con el corazón tampoco se puede hacer buena música ni pintura. «Es que yo soy muy sensible...». Al frío, al calor, a los ruidos, y también a un paisaje, un elogio, una crítica. Todos somos más o menos sensibles a lo que nos llega de fuera. Y está bien, y es natural que sea así. Porque la sensibilidad es la vida y la insensibilidad es la muerte. Ahora bien, valorarnos diciendo que somos muy sensibles ya es arriesgado. Y para describir literariamente una emoción -como intentaba, hace años, aquel compañero- hay que tener un cierto distanciamiento... y un buen oficio.