El debate sobre la enseñanza

La responsabilidad de los docentes

Es contraproducente la disposición del ministro Wert sobre el reparto de horas de castellano y catalán

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ANTONI SERRA RAMONEDA

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La responsabilidad que tienen los educadores, especialmente en la enseñanza obligatoria, es inmensa. Son quienes crean las condiciones para que el país pueda contar en el futuro con ciudadanos competentes y también ética y socialmente conscientes. Aunque la expresión no es de mi agrado por su regusto economicista, en sus manos está la inversión en capital humano tan necesaria para asegurar el bienestar colectivo.

Por ello las instancias políticas deberían tomar las medidas oportunas para que la sociedad disponga de profesionales bien preparados y con auténtica vocación por la docencia, a los que se les deben dar incentivos, también pero no solo pecuniarios, para que pongan los cinco sentidos en sus quehaceres. De ahí que merezcan un aplauso las medidas adoptadas para una mejor selección y formación de quienes en el futuro habrán de asumir tan exigente tarea. No sé si son las óptimas, pero en todo caso van en la buena dirección.

También son de elogiar las pruebas que periódicamente se efectúan para conocer los resultados, en forma de conocimientos y habilidades, del sistema educativo. Siempre he tenido mucha más confianza en las medidas de los outputs que en las de los inputs para evaluar la calidad de un sistema educativo. Está bien saber la proporción entre docentes y discentes, el número de ordenadores de que disponen estos últimos, el número de horas de clase por asignatura o cualquier otro dato cuantitativo de este tipo. Pero la relación entre medios y resultados es, en el mundo de la enseñanza, muy borrosa. Todos hemos sido estudiantes y  sabemos en qué medida el aprovechamiento de las enseñanzas apenas depende de la calidad de la pizarra o de los medios audiovisuales y sí mucho de las habilidades del enseñante.

De ahí que me parezca contraproducente la disposición del ministro Wert sobre el reparto de horas entre castellano y catalán. No discuto la necesidad de que todos los egresados de la enseñanza obligatoria dominen ambas lenguas, además naturalmente del inglés. Primero, porque la uniformidad de tratamiento es ilógica. Por razones de origen y de entorno familiar y social, es muy distinto el conocimiento de una y otra lengua con que acceden los alumnos a una escuela de Ripoll que a una de Santa Coloma de Gramenet, por ejemplo. El plan docente de una y otra deberían diferir en el peso y la importancia que dan a una y otra lengua para obtener resultados similares si lo que se pretende es el dominio de ambas. Otra cosa es que subliminalmente haya, en las medidas legales, otra intención.

Pero es que, además, si de algo peca todo nuestro sistema educativo, incluido el universitario, es de rigidez burocrática. Son los propios profesionales quienes, dados unos objetivos, han de diseñar el uso de los medios disponibles para alcanzarlos. Ellos son quienes mejor conocen la peculiaridad de la materia prima con la que trabajan. Imponerles desde un lugar remoto severas limitaciones en el ejercicio de sus funciones solo puede tener un efecto desincentivador. Y si algo es imprescindible para una buena docencia es la motivación, este valor tan difícil de promover como de preservar. ¿No dicen los informes serios disponibles que el dominio del castellano que muestran los estudiantes catalanes no difiere en promedio del de sus colegas en territorio español? Seguro que se puede mejorar, pues tampoco este promedio es como para tirar cohetes. Pero no creo que las medidas impuestas consigan esta mejora. Si no, no se entiende que solo si lo piden los padres de un solo alumno haya que cambiar el plan de estudios para acentuar la presencia del castellano. Si de lo que se trata es de que todos egresen de la enseñanza obligatoria con un buen nivel de bilingüismo, aquel no debería ser una variable dependiente de las preferencias de unos progenitores que, en principio, poco saben de pedagogía.

Lo que ya resulta aberrante es la obligación impuesta a la Generalitat de asumir el coste que supone enviar a una escuela privada a quienes no tienen en las cercanías un centro donde el castellano tenga una presencia importante. Esa medida sí constituye un incentivo perverso. Habrá padres ya satisfechos con la enseñanza que su vástago recibía en una escuela pública que verán ahora la puerta abierta para que sin coste alguno pueda proseguir sus estudios en otra privada que, aparentemente, goza de instalaciones más vistosas y de mayor consideración social, sin que ello forzosamente implique que la enseñanza es de mejor calidad. Con las cosas de comer no se juega, dice la sabiduría popular. Pero tampoco con las de aprender, pues nos jugamos el bienestar de las generaciones futuras. Confiemos en nuestros docentes. Fijémosles unas metas y comprobemos su grado de consecución. Pero no les encorsetemos en unas normas que coartan el despliegue de sus competencias profesionales.