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La república de plató

RISTO MEJIDE

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En su libro Comunicación y poder, el profesor Manuel Castells explicaba que el poder se ejerce esencialmente a través de dos vías: la coacción (o la posibilidad de ejercerla) y la construcción de significado. Alguien que nos mande, sí, pero también alguien que le dé sentido a nuestra obediencia. Necesitamos saber hacia dónde tenemos que ir, cierta dosis de liderazgo, y necesitamos alguien que nos lo diga, aunque ese alguien sea la mayoría. Pero sobre todo, necesitamos saber por qué debemos hacerle caso.

Digan lo que digan los estupendos, la televisión es el nuevo ágora. Esa plaza pública de las polis griegas, ese espacio abierto a los ciudadanos, accesible a prácticamente cualquiera, donde confluyen todos los días de la semana comercio, cultura, política y vida social. El televisor (a no confundir con la televisión) es el único electrodoméstico instalado en el 99% de los hogares, es decir, existen hogares que han optado por tener un televisor antes que un frigorífico. Y su consumo medio por habitante está muy por encima de las cuatro horas diarias en nuestro país. O lo que es lo mismo, por cada uno de nosotros que casi no puede ver la tele, hay alguien que se calza ocho horas. Al día, sí.

Está mal que lo diga aquí, pero con una prensa impresa en franca retirada y unos números cada vez más exiguos en lo que a inversión publicitaria se refiere, no es de extrañar que los medios masivos se concentren para ser cada vez más masivos.

Por todo ello, y a día de hoy, una estrategia política que sólo ejerza la coacción y que se olvide de la tele es una política coja, deficiente y tremendamente peligrosa. Porque no construye discurso. Porque lo deja todo en manos de la fe. Porque nos dice que hay que obedecer simplemente porque sí. Porque yo lo mando. Nos trata como a niños pequeños, tú simplemente obedece a papá, que sabe lo que más te conviene. Es una regresión democrática. Y convierte a los políticos en verdaderos tiranos que secuestran nuestra voluntad, por muy legítimo que haya sido el mecanismo de asignación de su escaño.

Si la política no está en televisión, la política no está donde está la gente. Y si no está donde está la gente, corre el serio peligro de prescindir de ella, que es justo lo que nos ha venido pasando en estos últimos años. Las cifras del CIS nos cantan a la cara las principales preocupaciones de los ciudadanos, y ahí siguen estando entre los primeros puestos los que deberían ser justamente parte de la solución: los políticos, los partidos, y sus «cositas».

Si a todo esto añadimos que los espacios donde tradicionalmente se han concentrado las noticias políticas, los informativos, se han visto inundados por los cientos de casos de corrupción que nos hemos visto obligados a presenciar, no nos extrañará que cuando se hable de ellos dentro de esos espacios, no sea precisamente para hacer llegar un mensaje, sino para dar a conocer a un imputado más.

Estamos viviendo un relevo generacional. Para los que se van, comunicar era una actividad. Algo que había que preparar, controlar, acotar y convocar en una rueda de prensa para emitir un mensaje de una forma puntual, hermética y unidireccional. Para los que llegan, comunicar es una actitud. Algo que se hace de forma tan natural como respirar, algo que depende de un ecosistema de mensajes que cambia y evoluciona y que hay que saber modificar, modelar y adaptar según el momento, porque forma parte de un diálogo, de una conversación en continuo flujo, que es esto que llamamos actualidad.

Hace poco, el líder de Podemos me admitía que había críticos que pensaban que se debería leer a Marcuse o a Gramsci, pero que si esos mismos críticos leyesen a Marcuse o a Gramsci, verían que «la televisión es la que configura nuestra manera de pensar, y es la que le da nombre a las cosas».

No es que entren en Sálvame. No es que vayan a los programas del prime-time. No es que se entreviste a Pablo Iglesias. No es que se entreviste a Artur Mas. No es que entre los dos reúnan a más de 5 millones de espectadores. Es que, para empezar, si no hicieran audiencia, nadie los volvería a invitar. Así que son los espectadores (=votantes) los que les reclaman en esos programas.

La política es el nuevo entretenimiento. Y quien no entienda eso, eso es que ese alguien es de los que se va.

Y por favor, señores periodignos, no me vuelvan a confundir entretenimiento con frivolidad. El entretenimiento es algo muy serio. Frivolizar la política sería volver a dejarla en manos de élites. Sería volver a un voto de calidad y otro que no lo es. Sería ignorar dónde está el pueblo que vota igual que los demás. Y su voto vale lo mismo. Les guste o no a los que preferirían mantener el oligopolio del rigor y la seriedad. Pero si hasta Sócrates consideró frívolos los libros, porque «no les puedes preguntar nada». Mira, como a Rajoy.

La política no ha de ser aburrida, ni tediosa, ni críptica, ni elitista. Ha de ser creíble. Y desde luego, para ello es esencial que el político cumpla lo que promete. Pero primero alguien tendrá que escuchar esas promesas. Decidir esta vez en quién desconfiará.

Por eso me atrevo a pedir una mayor república de plató.

Más políticos en la tele, por lo que más quieran.

Que la audiencia soberana los vaya nominando uno a uno.

De su escaño, de nuestra vida y de cada canal.