UN DEBATE QUE HA ALIMENTADO LA CRISIS

La lucha contra la desigualdad

La legitimidad del sistema en que vivimos está en juego si no existe una redistribución de la riqueza

ALEJANDRO ESTRUCH

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Es evidente que la crisis ha aumentado la desigualdad, lo que ha empezado a generar un intenso debate social. Es fácil pensar que es deseable hacer que los pobres estén mejor porque podría lograrse con un coste muy reducido para los ricos, y que si todas las vidas tienen el mismo valor hay que mejorar la situación de los que están peor (es el llamado altruismo moral). Estas, sin embargo, no son en realidad razones para reducir la desigualdad, sino más bien para luchar contra la pobreza, de acuerdo con la teoría de la justicia del filósofo estadounidense John Rawls.

 

Sin embargo, somos muchos los que creemos que la desigualdad es mala en sí misma. No obstante, hay que justificar la redistribución forzosa porque, obviamente, los más ricos quieren conservar lo que tienen, y porque se entiende que todos quieran estar mejor, especialmente los que menos tienen, pero no está tan claro por qué debemos preocuparnos por la diferencia entre lo que tienen unos y otros.

Hay cuatro razones fundamentales para esta preocupación. En primer lugar, la desigualdad económica otorga a los que tienen más un poder inaceptable sobre los demás: la capacidad para influir en cómo viven, qué consumen, cómo los ve la sociedad e incluso cómo se ven a sí mismos. También afecta al principio democrático de igualdad política, porque los más ricos tienen una capacidad de acción e influencia ante el poder muy superior a la que les correspondería, por lo que los intereses de la mayoría de la sociedad están infrarrepresentados políticamente. En tercer lugar, la desigualdad económica cuestiona el principio de igualdad de oportunidades, porque los grupos sociales con menos riqueza pueden tener peor preparación para incorporarse a la vida laboral, gozan de niveles de salud más bajos y tienen más dificultades para acceder al crédito, una condición casi indispensable para el desarrollo de muchas actividades económicas y vitales.

Ninguna de estas razones nace de la envidia; son consecuencia directa del hecho de que unas personas viven peor que otras. En los tres ámbitos se pueden hacer mejoras mediante políticas como la enseñanza y la sanidad universales y de calidad o la financiación pública y transparente de los partidos políticos, por ejemplo. Pero hay un  problema de fondo que ha revelado Thomas Piketty en 'Capitalismo en el siglo XXI' y también Paul Krugman en 'Wealth over work': mientras el salario real de la mayoría de los trabajadores prácticamente no ha crecido desde la década de 1970, el del 1% que más gana ha crecido el 165% y el del 0,1% un 362%, y seis de cada diez grandes fortunas ya no están en manos de los grandes emprendedores que con esfuerzo y talento (y quizá suerte) las crearon, sino de unos herederos que viven en la opulencia desde su nacimiento.

Así pues, no es sorprendente que los trabajadores, participantes fundamentales en la generación de la renta nacional, quieran un reparto más justo de lo que contribuyen a crear. Aunque no esté claro que significa reparto más justo, Rawls estableció el principio de la diferencia: la desigualdad solo es aceptable cuando reducirla implica perjudicar a los más pobres. Se acepte o no este principio, sí parece razonable pensar que si cada vez producimos más bienes y servicios todos los que contribuimos a su producción debemos compartir de una manera justa los resultados. El rechazo de la desigualdad se basa en que todos formamos parte de lo que podríamos llamar un esquema cooperativo, y por tanto los términos que regulan esta cooperación  se han de poder justificar.

Ahora bien; ¿es posible esta justificación en un entorno de desigualdad creciente? Es difícil creer que alguien aceptará de buen grado un sistema en que parte importante de su vida está controlada por otros, que minimiza su capacidad política real, que impide a sus hijos competir en igualdad con los hijos de otros y que no le concede una participación justa en la riqueza que en parte surge de su propio esfuerzo.

Estamos no solo ante objeciones a la desigualdad sino, incluso, ante un desafío a la misma legitimidad del sistema. La riqueza de los que más tienen no puede considerarse legítima si procede de un escenario que excluye o pone trabas a los demás y es protegida por leyes diseñadas por los ricos en su propio beneficio. Así pues, a pesar de que mejorar la vida de aquellos que la tienen más complicada es una razón poderosa para defender la redistribución, la lucha contra la desigualdad está justificada por motivos mucho más importantes: lo que está en juego es la misma legitimidad del sistema en que vivimos.