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La estrategia del cruasán

RISTO MEJIDE

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La vida es una sucesión de desajustes. Notas discordantes y agrupadas en sinfonías dodecafónicas de 24 horas. Agujeros aleatorios en unos folios tamaño día que jamás podremos encuadernar. Nos creemos que todo tiene un porqué. Que la gente tiene un plan. O peor, un destino. Que en realidad, todo lo que sucede conviene. Que no hay mal que por bien no venga. Y yo qué sé qué cantidad de tonterías más. Y así hacemos ver que por fin lo hemos entendido. Cuando la verdad es que casi nada se entiende, porque casi nada ocurre por obra y gracia de nuestra voluntad. Simplemente ocurre y ya está.

En esta teoría del caos de andar por casa, hay ciertas cosas que todos sabemos que en algún momento deberíamos dejar de hacer y sin embargo, por algún mandato divino, contubernio neocapitalista o simplemente por mera superstición, tomamos la iniciativa e insistimos en convertirlas en tradición.

Tú entra en cualquier bar y pídete un cruasán. Me juego el tipo a que jamás te lo traerán solo. Entre el platillo que lo sostiene y tu bollo de luna creciente, ahí está, ahí está, la servilleta de Alcalá. Ese puñetero trozo de papel de una sola capa que siempre se engancha, que deja tu cruasán perdido de trocitos de papel y que encima no te servirá ni para limpiarte la boca, pues acabará perdido de migas que se reproducirán por todo el lugar. Un gasto estúpido e innecesario pues si el plato se supone limpio, a santo de qué había que protegerlo y sobre todo contra qué. Un gesto que intenta dar una imagen de higiene y servicio, cuando lo que en realidad te está suponiendo es un verdadero incordio, una señora incomodidad, para ti y para los que te rodean, obligados a presenciar un espectáculo tan finolis como levantar el meñique para beberse el café. La versión pyme de la falta de urbanidad.

Pues bien. Nuestra existencia está plagada de momentos cruasán. Detalles que hacemos con la mejor de las intenciones y que no sólo no hacían falta, sino que lo que vienen es a empeorar lo que ya había. Momentos en los que alguien debería hacernos ver que en ese caso, menos es más.

La intención es lo que cuenta, algunos dirán. Ya. Vale. Anda cuéntame otra, porque el cementerio está plagado de gente que sólo quería ayudar. Eso está bien para Flanders de Pleasantville vestidos de Teletubbie. Pero los que hemos pasado ya el primer divorcio y el último gatillazo, deberíamos intentar ir más allá.

Parejas que celebran por todo lo alto San Valentín y sin embargo llevan años sin construir ni un equipo cohesionado ni un proyecto en común. Empresas que desatienden a los clientes que tienen para gastarse ingentes sumas de dinero en conseguir más. Partidos políticos que intentan alzar en vuelo a lomos de un titular sobre limpieza y honestidad cuando hace años que no barren su propia casa, el clásico síndrome de Diógenes político, de mierda hasta la azotea.

No lo atribuyas sólo a la mala fe. A otra cortina de humo. A la incoherencia humana. Al maquillaje del márketing. O a la falta de arrestos para iniciar una transformación de verdad. Que también.

Piensa en lo que hacemos cada uno de nosotros en nuestro día a día. Nos empeñamos en ser imprescindibles allá donde no nos necesitan, y dejamos a menudo desatendidos aspectos de nuestra vida donde sí deberíamos liderar. Con demasiada frecuencia no hacemos falta donde actuamos, y seguramente si incidiésemos sobre otras áreas, nuestra ayuda se notaría mucho más. Somos más servilleta que cruasán.

Y es que el liderazgo no consiste sólo en saber hacia dónde dirigir las naves. Sino también en escoger quién se quedará en el puerto y sobre todo a bordo de qué se navegará.