El radar

La carnicería de la señora Quimeta no era XXL

Las nuevas tendencias comerciales levantan la resistencia de algunos barceloneses

JOAN CAÑETE BAYLE

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«Quiero despertarme en la ciudad que nunca duerme», cantaba Frank Sinatra sobre Nueva York. No es el caso de Robert Ardèvol, arquitecto técnico de Barcelona, a quien no le gusta una de las últimas tendencias comerciales en Barcelona: la proliferación de las tiendas de conveniencia, que abren entre 18 y 24 horas seguidas, y la apuesta de negocios como gimnasios y restaurantes por alargar por la noche sus horarios hasta lograr que Barcelona, que tanto se fija en Nueva York, se haya convertido casi en una ciudad que nunca duerme, tal y como explicó este diario el domingo pasado en el reportaje Una ciudad de horarios XXL.

Robert Ardèvol no le ve ventajas al fenómeno: «El principal malestar son las molestias que causan a los vecinos en horario nocturno. Estos establecimientos venden bebidas alcohólicas por la noche con toda impunidad, con el alboroto que esto conlleva en la vía pública. Estas tiendas ¿son un servicio a los ciudadanos o a los turistas? (...)  En algunos casos podemos encontrar hasta cinco en un radio de 100 metros (Gran Via-Muntaner). ¿El ayuntamiento ha hecho un estudio del impacto que estos comercios pueden causar en el descanso de los vecinos? (...) Queremos recuperar las noches para descansar». A Luisa Vicente tampoco le gusta este «consumismo desaforado» que solo tiene como objetivo «atraer el turismo». En Barcelona, de un tiempo a esta parte, cuando se quiere criticar algo, desde el urbanismo hasta los horarios comerciales, siempre aparece el turismo.

Barcelona no está sola en estos cambios de hábitos de comercio, ocio y restauración, sino que vive un proceso similar al que se da en otras grandes ciudades europeas. La opinión generalizada es que estas nuevas tendencias (y otras, como lo fue en su momento el uso de la bicicleta como medio de transporte, la proliferación de festivales de música o la imparable querencia por el running) son un ejemplo de cosmopolitismo y modernidad. Y tanto lo uno, el cosmopolitismo de al menos unos cuantos, como lo otro, el progreso, son considerados de forma mayoritaria en la conversación pública como hechos positivos.

Pero no todo el mundo lo ve así. «Ya sé que las cosas cambian, que el tiempo pasa y nada sigue igual. Ya sé que la calle de mi infancia no conserva aquella lechería ni la carnicería de la señora Quimeta. (...) Ya sé que es signo de normalidad y progreso, incluso de modernidad, la aparición de nuevos estilos de vida que conllevan nuevas necesidades (o quizá es a la inversa), y poco a poco me he ido acostumbrando a la nueva Barcelona: más bares, más fiestas, más alboroto, más libertad, más anuncios, más cosmopolita», escribía en octubre del 2014 Teresa Barba, administrativa, en una carta en la que criticaba el «salvajismo» de algunos turistas.

Detrás de la crítica al impacto del turismo en Barcelona hay muchas razones, muchos argumentos. Uno de ellos es el de esos barceloneses a los que estas nuevas tendencias cosmopolitas y modernas no ya molestan o incomodan, sino que les abruman. No es una cuestión de edad (aunque influye) sino una mezcla de geografía sentimental y de vértigo: muchos de los que lloran por los comercios históricos perdidos hacía tiempo que no compraban allí, pero sí paseaban ante ellos y curioseaban en sus escaparates. Formaban parte, pues, de su mapa de la ciudad y les cuesta entender cómo tan rápido han ido desapareciendo, cómo a tanta velocidad de repente zonas enteras de la ciudad se han vuelto desconocidas, esa Boqueria, ese paseo de Gràcia, ahora toca la noche. Las tendencias que para unos implican modernidad, a otros les suponen perder un poco de su ciudad.

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