El pulso de la deuda

La batalla griega

Tsipras debe poder decir a su país que ha obtenido algo de la UE, y Merkel, que no ha cedido ante Atenas

MARÇAL SINTES

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La negociación griega con las autoridades europeas y el FMI presenta una serie de aspectos interesantes, entre ellos los que tienen que ver con su dimensión política, tanto en el interior del país heleno como en relación con otras capitales del continente. La coalición Syriza llegó al poder con un programa que prometía medidas de carácter social -aumento del gasto-, como un salario mínimo de 751 euros. Todo ello, más el firme discurso antiausteridad, fue interpretado en no pocos lugares, y sobre todo en Berlín, como una provocación en toda regla. Una vez en el poder, Alexis Tsipras, el líder de Syriza, nombró ministro de Finanzas al profesor Yanis Varoufakis, un hombre con físico de guerrero y quizá demasiado seguro de sí mismo. Lo primero que hizo el nuevo ministro fue dar con la puerta en las narices al enviado de la troika (BCE, Comisión Europea y FMI). «Grecia no reconoce ni a la troika ni el acuerdo de rescate», sentenció ante la prensa internacional y un estupefacto Jeroen Dijsselbloem, que había ido a Atenas para informarse de las intenciones del nuevo Ejecutivo. Era el viernes 30 de enero.

A partir de aquí han continuado los tira y afloja. De momento, el BCE facilitará liquidez a los bancos griegos (continúa la fuga de capitales), mientras se llega -todo el mundo lo esperaba- a un acuerdo. No parece que Tsipras se plantee seriamente que Grecia abandone el euro. Su única salida, si no quiere arriesgarse al desastre, es un entendimiento que pueda presentarse, si no como una victoria, sí como el resultado digno, fruto de una batalla heroica contra los poderes que dominan Europa. Aquiles no conquistará Troya, pero no puede dejar que la humillen delante de sus murallas.

Por su parte, Merkel necesita un acuerdo que no incentive a otros países deudores a reclamar más concesiones. Alemania ha advertido severamente -a veces de forma desconsiderada- a los griegos. Pero también lo ha hecho EEUU, pese a su desconfianza hacia las políticas de austeridad. Así, el secretario del Tesoro, Jack Lew, apuntó que «sin acuerdo entramos en aguas desconocidas, en las que los mayores riesgos son para Grecia». Tsipras debe poder decir a los griegos que ha obtenido algo, y Merkel debe poder decir que no ha cedido y que el primero ha pasado por el aro, aunque, por otra parte, todo el mundo es consciente de que el caso griego ha resultado un desgraciado experimento y que ha sido el país más perjudicado por las políticas impuestas por Europa. Se produjo una situación similar con la entrada de Grecia en el euro, el 1 de enero del 2001, cuando mientras unos -Atenas- presentaban unas cuentas más que maquilladas, los otros hacían ver que no se enteraban. Ahora se trata, como se suele decir medio en broma medio en serio, de que unos hagan ver que pagan y los demás hagan ver que cobran.

Por ello, buena parte de las discusiones son sobre el lenguaje, sobre el léxico que hay que utilizar en un eventual pacto (cuando escribo estas líneas acaba de alcanzarse un acuerdo sobre el rescate, que debe cerrarse el lunes). Así, por ejemplo, Atenas habla de un «acuerdo puente de deuda» que le permita aguantar unos meses más. Lo que pasará en el futuro, si se supera la situación actual, no lo sabe nadie, pero resulta del todo incontestable que Grecia necesita reformas serias si quiere recuperar algún día la salud.

¿Y España? ¿Qué ha hecho Rajoy? El PP ha rehuido adoptar la posición de otros estados europeos, como la Francia de Hollande, es decir, sonreír a Tsipras y esperar a verlas venir. No, Rajoy no ha dudado en erigirse en el más fiel escudero de Merkel. El PP no parece codiciar, ni secretamente, que Grecia emerja airosa del envite para luego intentar aligerar su propia carga. Como en otras ocasiones, Rajoy ha interpretado la situación solo en términos partidistas. De este modo, donde el resto de Europa ve una situación compleja, con argumentos cruzados a tener en consideración, al PP se le aparecen en sus pesadillas la coleta y el verbo áspero de Pablo Iglesias y un reloj daliniano que corre velozmente hacia las elecciones.

Los populares desean que Tsipras fracase porque temen más el contagio político que el económico, como ha apuntado muy bien el profesor Sala Martin. Este miedo, compartido por otros gobiernos que se enfrentan en sus países a fuerzas -muy de izquierdas o muy de derechas- que rechazan los recortes y llaman al choque con los poderes europeos, es especialmente exagerado en el caso español.

El razonamiento es simple y simplista. Si al Gobierno de Syriza le salen bien las cosas, o parece que le han salido bien, eso -cree Rajoy- supondrá un empuje importante para Podemos -hermanada con Syriza- y quizá el descabalgamiento de los populares del poder. «Si a Grecia le va mal, a mí me irá bien. Si a Grecia le va bien, a mí me irá mal», parece decirse el antiguo registrador de la propiedad.