La Barcelona cosmopolita

JORDI PUNTÍ

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«La vía más rápida para parar los desalojos es la independencia», preguntaban a Ada Colau en Vilaweb, y la frase resume el tono entre ingenuo y agresivo que ha dominado esta campaña electoral. Por un lado la negativa de Barcelona en Comú (BC) a reducir las elecciones a una consulta sobre el proceso de independencia y, por el otro, la amenaza que su victoria supondría para un ayuntamiento que gestiona la ciudad como una empresa turística, han desatado las manipulaciones verbales contra el partido de Colau. Todo valía y desde todas partes: desde las imágenes del 2007 que pretendían ridiculizarla porque protestaba disfrazada de superheroína, hasta las asociaciones demagógicas que la acercaban al terrorismo pasando por Bin Laden y el pobre Noam Chomsky.

En pleno pimpampum electoral, algunos incluso resucitaron la vieja acusación de cosmopolita, en sentido peyorativo. Un malentendido que lleva décadas en marcha, desde que el pujolismo lo utilizó para contraponer la Barcelona de Pasqual Maragall (a quien, por cierto, ahora todos reivindican como gran modelo de alcalde) y la Catalunya de comarcas convergente. Así, aún existe un nacionalismo catalán acomplejado, que asocia el carácter cosmopolita con el federalismo de izquierdas, las ideas unionistas, la cultura en castellano... Alguien les hizo creer que lo que no se ajustaba al imaginario catalán tradicional era una excentricidad, un peligro, y al final este sentimiento pequeñoburgués -todos nos conocemos y nos parecemos- cristalizó en un estigma hacia lo cosmopolita.

Pero la realidad es muy distinta: hoy el cosmopolitismo no es un concepto cultural, ni ideológico. Debe ser una cuestión legal, basada en los derechos humanos y la «hospitalidad incondicional» que proponía Derrida. Se puede ser independentista y cosmopolita, por supuesto, pero hay que tener claro que el modelo de la Barcelona turística actual es la negación de la ciudad. La hospitalidad de Barcelona está, cada vez más, condicionada por el dinero.