MIRADOR
La punta del iceberg
Si la revelación de que los Mossos habían sido alertados en mayo por los servicios de inteligencia norteamericanos de la posibilidad de un atentando terrorista en Barcelona ha causado tantísimo revuelo no es porque dicho aviso hubiera podido evitar el zarpazo yihadista del 17 de agosto. No, evidentemente nadie en su sano juicio insinúa tal cosa ni pretende incriminar a la policía autonómica por haber considerado esa información de “baja credibilidad”. Si la exclusiva periodística ha levantado tanta polvareda es por otra cosa. Sencillamente porque ha puesto en entredicho los mensajes que desde el Govern y su aparato mediático se lanzaron tras la acción criminal perpetrada en Barcelona y Cambrils. Si el ejecutivo catalán se ha esforzado en calumniar dicha información, hasta el punto de convocar una rueda de prensa 'ex profeso' en la que el mayor Josep Lluís Trapero profirió envenenadas insinuaciones hacia el director de EL PERIÓDICO, es porque destruía su relato de que los Mossos no solo habían actuado de forma excelente, sino que lo habían hecho pese a que se veían privados por voluntad del Gobierno español del acceso a información sensible en materia de lucha antiterrorista y se les excluía maliciosamente de la Europol. Si la gestión tras el atentado había sido modélica, que no podían hacer en adelante si fueran la policía de un Estado independiente con todos sus atributos, se quiso hacer creer.
La revelación del 31 de agosto supuso la puntilla a la tesis victimista de la marginación de los Mossos tras conocerse, la semana anterior, que la policía autonómica había sido informada por la belga, 17 meses antes, de las sospechas sobre Abdelbaki es Satty, el imán de Ripoll y cerebro de la célula yihadista. Este primer descubrimiento, inicialmente negado, ya supuso un mazazo al relato autocomplaciente que se había instalado en la sociedad catalana obedeciendo a la tendencia natural que tienen todas las comunidades humanas a apoyar a su policía y al gobierno de turno tras un atentado. El elogio ditirámbico hacia los Mossos, a los que el Parlament corrió a concederles una medalla de oro, mientras se marginaba a la Policía Nacional y la Guardia Civil, se acompañaba de un reproche más o menos explícito contra el Gobierno español. El sumun fue la bochornosa manifestación del 26 de agosto que el independentismo intentó convertir en un escrache contra los representantes del Estado, empezando por el rey.
La exclusiva de EL PERIÓDICO fue reiteradamente negada por el Govern porque era la punta del iceberg de su maniobra para que el atentado no tuviera una influencia contraria a sus intereses políticos de cara al 1-O. Psicológicamente, una acción terrorista con muertos en el corazón de Barcelona suponía un enorme obstáculo para el proceso separatista. Era vital hacer creer que todo lo que dependía de la Generalitat había funcionado de maravilla y que los errores en la prevención eran atribuibles al Gobierno español. Si el Govern escondió o negó la verdad no fue por un error en la comunicación sino porque chocaba con su estrategia victimista.
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