El derecho a escribir
Hace unos días desayunábamos con Mircea Cărtărescu gracias a Kosmopolis y al CCCB, que cuando viene algún autor a dar una conferencia intentan que los periodistas y escritores de la ciudad los conozcan y tengan un encuentro menos formal y más cercano. Cărtărescu nos habló de cómo escribía-sin apenas corregir y sin que sus editores toquen el texto- y de la posible explicación de su método: escribir un diario. Escribe un diario a mano en unos cuadernos que, cuando viaja, deja en casa por temor a perderlos. No demasiado, pero sí a diario, escribe unas dos páginas al día, y siempre por la mañana, porque dice que después de comer se siente estúpido. Y por la tarde, lee. Así es como consigue que sus textos salgan publicados tal y como los escribió, con disciplina y constancia, sin largas jornadas de trabajo, y leyendo.
Todos sabemos en mayor o menor medida que cuando uno tiene libro en la mesa de novedades esa rutina de Cărtărescu -escribir dos páginas, comer, sentirse un estúpido, leer- es completamente imposible. Le pregunté si cuando viaja se lleva el diario y no, me dijo que no, y también le pregunté si le gustaba viajar por cuestiones literarias y respondió, con sentido del humor pero honestidad, que si él viaja, entonces su esposa deberá hacerlo todo en casa, atender a las obras que están haciendo, llevar y traer al niño al colegio (tres cuartos de hora cada viaje), tendrá que hacer la comida y la cena, y encargarse ella sola de las tareas domésticas mientras él está en cualquier ciudad, en un hotel, hablando de sus libros. Le parece injusto.
¿Quién habría respondido así a la pregunta? ¿Cuántos escritores -ya no digo hombres, que sí- tienen en cuenta lo que supone convivir con alguien como ellos? En primer lugar, fue sorprendente para mí oírlo en boca de un escritor-hombre. En segundo lugar, también fue sorprendente porque en el discurso oficial la vida más cotidiana y doméstica no parece importante en el proceso creativo, pero sí lo es. Las mujeres del Boom, que se quedaron aisladas en la etiqueta de esposas, se reían de ellos, oh, los pobres genios que no sabían conducir o freír un huevo. Pobrecitos, como sufren, bromeaban.
Cărtărescu, eso sí, pide una sola cosa: el derecho a escribir.
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