La polémica de los idiomas

La izquierda y la inmersión lingüística

Hay que perder el miedo a ser acusado de anticatalanista y revisar un modelo que no es tan bueno

JOAQUIM COLL

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Si algún debate incomoda a la izquierda es el de la inmersión lingüística. Da la impresión de que es prisionera de un relato que le impide hacer un análisis razonado. Incluso hay quien debe creer, escuchando a la diputada Rocío Martínez-Sampere, que la inmersión actual es una herencia de la pedagoga Marta Mata. Nada más falso. Frente al modelo inicial que propugnaba Jordi Pujol de institucionalizar un sistema de segregación lingüística, con dos opciones escolares, en catalán y castellano separadamente, el PSC y el PSUC consensuaron con los otros grupos del Parlament un modelo unificado. Se cita siempre a la catalanista Mata y se olvida a menudo al otro gran artífice, el también socialista Pepe González, que provenía de la federación catalana del PSOE. Frente al modelo vasco, con cuatro opciones segregadas, en la primera ley de normalización lingüística (1983) se impuso la no separación por lengua, incluyéndose el derecho del niño a recibir la primera enseñanza en lengua materna, la obligación de la Administración de hacerlo efectivo y el derecho de los padres a exigirlo.

Afortunadamente, hoy ningún grupo político pide la segregación, tampoco PP ni C's, contrariamente a lo que afirma el nacionalismo para descalificar las críticas a la inmersión actual. El debate es otro. La pregunta que nos debemos hacer es si el modelo actual que defiende la consellera Irene Rigau es el mismo que postularon Mata y González. La respuesta es negativa. Hemos pasado de un modelo de conjunción lingüística, donde se defendía acertadamente que el catalán estuviera primado en la escuela para potenciar su normalización social, pero sin excluir al castellano como lengua de aprendizaje, a otro de inequívoca voluntad monolingüeque arrincona el castellano. En la segunda ley lingüística (1998) se introdujo por primera vez el concepto de lengua vehicular, pero se mantuvo el derecho a recibir la primera enseñanza en lengua materna y la garantía genérica de una presencia adecuada de ambas lenguas en los planes de estudio. Fue en la Llei d'Educació de Catalunya (2009), que lideró el entonces conseller socialista Ernest Maragall (convertido hoy al secesionismo) y aprobada con el apoyo de ERC y CiU, donde todas esas salvaguardas para el castellano desaparecieron y, en cambio, se incidió solo en el carácter del catalán como lengua vehicular. Digamos que la LEC fue el subidón del malogrado Estatut del 2006, que en este aspecto mereció una corrección del Tribunal Constitucional instando a que el castellano fuera también objeto de «idéntico derecho y disfrute».

La inacción del Govern ante las peticiones de algunas familias ha llevado al TSJC a marcar una pauta razonable, avalada por el Supremo: un 25% de castellano para el grupo-clase en esos casos, lo que significa la introducción de una asignatura troncal en la lengua de Cervantes. En realidad, eso no debería ser un problema tan enorme. Bastaría con interpretar de forma flexible el precepto de que el catalán sea «normalmente» la lengua vehicular (según la LEC), en lugar de como lo hace la Generalitat, de forma excluyente. En la reciente campaña electoral estalló la polémica con el ministro Wert porque el decreto de matriculación de la conselleria no preguntaba a las familias sobre esa posibilidad, incumpliendo la normativa estatal. Llegados a este punto, la izquierda en general, y concretamente el PSC, debería perder el miedo a ser acusada de anticatalanista y examinar un modelo que ni es el suyo ni es cierto que tenga tantas bondades como se pregona.

Contra lo que se dice, no es cierto que la inmersión disponga de ningún aval internacional ni sea reconocida en el mundo como un modelo de éxito. Fíjense que en los informes PISA Catalunya no aparece ni por asomo en los primeros lugares, y presenta además un abandono escolar escandaloso. Tampoco se ha realizado ninguna prueba objetiva de calidad que permita afirmar que con solo dos horas semanales de castellano es suficiente para dominarlo igual de bien (que no significa solo hablarlo) como los jóvenes que estudian en territorios monolingües del resto de España. Los déficits en el aprendizaje de una lengua no se compensan por el entorno social. Por tanto, conviene abordar un debate con menos ideología y más pedagogía, donde la escuela no se convierta en un instrumento político.

La inmersión completa no se puede convertir en una verdad sacrosanta cuyo cuestionamiento pondría en peligro, como se afirma siempre, la cohesión social. De entrada, porque existe una tremenda hipocresía. Las escuelas privadas de élite apuestan por el trilingüismo. Porque es de cajón que todas las lenguas que queremos que los jóvenes dominen de verdad han de ser vehiculares. Y eso no es contradictorio con seguir mimando al catalán, considerándolo el centro de gravedad del sistema educativo.