Las huellas del franquismo

Integrar la memoria histórica

Querer poner fin a todo lo relacionado con el tiempo de la dictadura es caer en la lógica de vencedores y vencidos

JOAQUIM COLL

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El hispanista Paul Preston, autor de la biografía más leída sobre Franco, revisada con motivo del 40º aniversario de la muerte del dictador, ha vuelto a sorprendernos al mostrarse contrario a la completa eliminación de los restos de aquel régimen en el nomenclátor de calles, plazas y lugares públicos. En lugar de borrar el nombre de aquellos militares o políticos franquistas, propone que «se ponga en la placa una explicación de qué hizo». Cuando se aprobó la Ley de Memoria Histórica (2007), bajo el Gobierno de Rodríguez ZapateroPreston hizo una valoración en general positiva: «Más vale tarde que nunca», concluyó. Sin embargo, se mostró disconforme con la eliminación de «todos los símbolos franquistas» como requiere la ley, porque, en su opinión, «por mucho que duelan, forman parte de la historia de España» al igual que los republicanos. Su receta es ir caso por caso en lugar de hacer tabla rasa del pasado. Propone integrar toda la memoria histórica, también la que nos enfrenta, sin olvidarnos en ningún caso de sus víctimas.

No comparto del todo la propuesta de Preston, aunque es fácil hacerlo desde Barcelona, donde no queda ni un solo nombre franquista en el espacio público. En Madrid, en cambio, sobreviven muchos nombres problemáticos. La alcaldesa Manuela Carmena se propone revisar más de 150 calles y plazas en que se recuerda a generales franquistas (MolaDávilaFanjulMillán AstrayYagüe, etcétera), se exalta símbolos como el saludo ¡Arriba España! o a los caídos de la División Azul. Ahora bien, en esa larga lista hay también políticos derechistas anteriores a la dictadura, como José Calvo Sotelo, cuyo asesinato excitó el golpe militar de 1936. O personalidades de las letras españolas del XX, como Eugenio D'OrsÁlvaro Cunqueiro o José María Pemán, la mayoría ligadas a la cultura del falangismo. En general, estos últimos no deberían borrarse de la memoria, sino equilibrarse en el nomenclátor con otras figuras de signo distinto.

UNA BUENA GUÍA

La Ley de la Memoria Histórica, tan vilipendiada por los medios de la derecha y que, sin embargo, no ha sido suprimida por el PP en esta legislatura, sigue siendo una buena guía: eliminar cualquier nombre o placa que exalte la sublevación militar y la represión de la dictadura. En cambio, nada impide que en nuestras calles convivan esas dos Españas enfrentadas y, sobre todo, urge ya cerrar dignamente la cuestión de las fosas. Pero querer hacer tabla rasa de todo lo relacionado con el tiempo de la dictadura como proponen algunos es caer en la lógica de los vencedores y los vencidos. En Barcelona no nos enfrentamos a esos dilemas porque el franquismo sociológico ha pervivido menos que en Madrid. Pero no nos hemos librado de otros sesgos fruto de la hegemonía del nacionalismo catalán mezclada con una cultura alternativa que hace aún bandera del antifranquismo y acomete una durísima descalificación de la Transición. Un efecto de este cóctel combinado es la persistente negativa a que Joan Antoni Samaranch, artífice de los JJOO de Barcelona, tenga una calle por su pasado político en el tardofranquismo. Y, sin embargo, se le concede la medalla de oro de la ciudad a un separatista radical con tintes xenófobos como Heribert Barrera, que sí dispondrá de una calle. Otro sesgo en el mismo sentido es la actual cruzada antiborbónica de la alcaldesa Ada Colau. Querer cambiar el nombre de 12 calles o avenidas que recuerdan a Alfonso XII y a su segunda mujer la reina regente María Cristina de Habsburgo-Lorena, a su nieto Juan de Borbón, conde de Barcelona, o al hijo de este, el anterior jefe del Estado, Juan Carlos I, rey constitucional, es un disparate. Querer incorporar con más fuerza el pasado republicano, feminista o librepensador de la ciudad es razonable, pero no tiene por qué hacerse en contra de los símbolos monárquicos, de los que solo unos pocos están repetidos.

EL NEGOCIO DEL ESCLAVISMO

Finalmente, otro ejemplo es la plaza y el monumento a Antonio López, cuya eliminación por partida doble se quiere convertir en el símbolo del repudio al esclavismo. No es que la acusación sea mentira, sino que la burguesía catalana fue colonialista y esclavista en su mayoría. Cargárselo solo al primer marqués de Comillas y reducir sus múltiples iniciativas empresariales a ese execrable aspecto es una burda simplificación. Eso sin olvidar que con su acción benefactora dio alas a la 'renaixença' literaria. Jacint Verdaguer recibió su protección y le dedicó su importante poema 'L'Atlàntida' (1877). O que fue también mecenas de Antoni Gaudí. Si hay que eliminar del nomenclátor el nombre de quienes hicieron negocios con el esclavismo o se opusieron a su abolición, la lista puede ser muy larga. En lugar de borrar aquella memoria histórica que nos disgusta, es mejor integrarla y explicarla con todos sus matices.