La pasión en el fútbol

Insultos y 'fair play'

El juego limpio de los anglosajones apenas ha penetrado en la cultura deportiva española

ANTONI SERRA RAMONEDA

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Estos días, en Boston, enganchados en árboles y farolas, proliferan unos pasquines con la imagen de un deportista. Es la de un tal Brady, una estrella del fútbol norteamericano, que nada tiene que ver con el nuestro, que juega en el New England Patriots, el club que la pasada temporada ganó brillantemente el campeonato norteamericano en la espectacular ceremonia de la Super Bowl. Resulta que ahora ha sido acusado de participar en una conspiración para desinflar ligeramente las pelotas ovaladas con las que se juega su deporte porque así se facilitaba su control, aunque también se vulneraba el reglamento, que exige que mantengan una determinada presión. Parece que hay pruebas suficientes para incriminar al mencionado jugador, y por de pronto ya ha recibido una sanción por la que se pierde cuatro partidos oficiales y además deja de cobrar los correspondientes abultados emolumentos que le hubieran correspondido. El escándalo es considerable. El prestigio del jugador y su equipo han salido muy malparados. Y aún podría ser que la justicia interviniese y la pena alcanzase proporciones mayores. Hay quienes dudan de que Brady pueda volver a jugar dado lo maltrecho que ha quedado su prestigio en un país donde el fair playy la opinión pública castiga fuertemente a quienes lo incumplen.

Mientras tanto, a una conocida estrella del Barça se le ha impuesto por las autoridades deportivas una sanción por haber insultado a un juez de línea en un partido. Se pierde también cuatro partidos oficiales, y además debe pagar una multa que no puede considerarse muy lesiva dados los ingresos que percibe. Cierto que hay polémica sobre la veracidad puntual de las palabras y del sentido que se les debería haber dado, pero los encargados de repartir justicia consideran que no hay discusión posible sobre los términos empleados y la intencionalidad despectiva por parte del jugador. Sin embargo, con seguridad entre la afición culé su imagen no ha sufrido menoscabo alguno por su comportamiento y es disculpado con los atenuantes de turno: el posible error del juez de línea insultado y la calentura con la que se disputaba el partido, en el que un enrabietado Barça intentaba vengarse de una sonada derrota.

Ambos casos tienen similitudes, pero también diferencias. Dos deportistas, estrellas en sus respectivos equipos, han mostrado comportamientos que, de confirmarse, son vituperables. Pero no sé qué habría ocurrido si el comportamiento hubiera sido a la inversa. Supongo que en América los insultos a los árbitros deben también estar severamente penados. En cambio, en España las triquiñuelas empleadas por los jugadores y los clubs para conseguir un mejor resultado no solo apenas merecen castigo de los jueces sino que además son estimuladas por los forofos del equipo al que pertenecen. Para empezar, los responsables del estadio manipulan la longitud de la hierba y su grado de humedad en función de las características del juego del adversario, para que no pueda desarrollar sus habilidades, con el beneplácito o cuando menos el silencio cómplice de la Federación. Los recogepelotas reciben instrucciones de demorar la devolución del balón cuando se acerca el final del partido y el resultado es favorable para el que juega en casa. Hay jugadores admirados por sus cualidades escénicas al revolcarse con grandes muestras de dolor y tardar largo tiempo en recuperarse cuando la bota del contrario apenas si ha llegado a acariciar sus tobillos. Perdido el máximo tiempo posible, cinco segundos después corren como gamos sin síntoma alguno de daño. Incluso algunos son calificados de maestros del piscinazo por saber simular una caída dentro del área, sancionable con un cuasi letal penalti, sin que en realidad se haya producido intervención alguna por parte de un contrario. ¡Qué listo es fulanito, cómo ha sabido engañar al árbitro!, exclaman sus admiradores, que suspiran para que se renueve la ficha a tan consumado actor. Y no digamos el cansino trote que practican los jugadores cuando han de retirarse del campo para ser sustituidos por un compañero y el resultado que figura en el marcador les parece satisfactorio y pretenden mantenerlo los escasos minutos que faltan para la finalización. Ya sé que los árbitros amenazan con prolongar los partidos cuando observan los comportamientos descritos, pero siempre se quedan cortos.

Y es que el fair play de los anglosajones apenas si ha penetrado en nuestra cultura deportiva, cuando menos en el terreno futbolístico profesional. Muestra de ello es la frase públicamente pronunciada por algún alto directivo o entrenador antes de un partido, sobre todo si es ante un rival de enjundia: «Lo importante es que ganemos, aunque sea con un gol en el último minuto y gracias a un penalti injusto». Eso sí que es pasión por el resultado y no por el deporte.