La encrucijada catalana

Insaciables

Apelar a un país nuevo, a una república ejemplar, ha sido mala coartada por la falta de un proyecto social

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ANTONIO SITGES-SERRA

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Todos los que nos preocupamos por mejorar de forma razonable el encaje de Catalunya en España deberíamos leer más a Stéphane Dion. No por el hecho de ser un federalista top, sino por ser uno de los mas finos exegetas de los nuevos nacionalismos, empezando, lógicamente, por el que él mismo ha combatido ideológicamente: el independentismo quebequés. Si hoy traigo a colación al político liberal canadiense es porque a raíz de las declaraciones que han hecho los perdedores del 'plebiscito' del 27-S, me acordé de una de las tesis centrales de su análisis sociológico del independentismo: su insaciabilidad.

¿Qué representa para Dion la insaciabilidad? Pues, muy sencillo, exigir satisfacciones en términos de autogobierno o fiscalidad, por poner tan solo dos ejemplos, y, en caso que se concedan, exigir más. El eje de la argumentación de Dion, sostiene que, a fin de cuentas, el independentismo no desea realmente mayores concesiones políticas o autogobierno, sino la expulsión, el rechazo del otro y la defensa a ultranza de lo mío; ambiciona la secesión por sí misma y no por lo que pudiera implicar en términos de beneficios reales que nunca se concretan.

Más competencias que nunca

Tal es el caso del independentismo catalán. Catalunya goza hoy del mayor autogobierno y de más competencias de las que nunca haya tenido. Tiene el mejor PIB per cápita de su historia a pesar de la crisis, superior incluso a la media europea. Su esperanza de vida es de las tres mejores del mundo. Genera más riqueza de la que nunca ha generado y es la primera autonomía en cuanto a afluencia de turismo y potencial científico. Pero este no es el discurso que interesa al independentismo. No porque niegue los hechos, sino simplemente porque molesta que los recordemos.

No hay motivo ni derecho, argumentamos los federalistas, a envenenar el discurso político ni a dividir nuestra sociedad en un momento que cualquier observador independiente no dudaría en calificar como el mejor de nuestra historia. Y es que los líderes independentistas no pretenden avanzar hacia un mayor bienestar o hacia la creación de empleo o hacia una mejor seguridad ciudadana; en el fondo, su agenda persigue tener las manos libres para implementar la república independiente de mi casa al modo Ikea. Hacer lo que les plazca sin rendir cuentas ni a instancias superiores, españolas o europeas, ni a la ciudadanía, entregada de antemano a una utopía insensata y cegada por el servilismo del que no escapan algunas 'celebrities' del espectáculo o de la ciencia.

Sin programa a las elecciones

La insaciabilidad del nacionalismo independentista explica por qué su versión catalana se presentó a las elecciones sin programa. La lista unitaria ha servido no solo para ocultar a un presidente quemado por sus políticas antisociales, su victimismo y por la corrupción de su partido, sino para concursar a unas elecciones parlamentarias sin proyecto social. Apelar a un país nuevo, a una república ejemplar, ha sido una mala coartada porque, quien más, quien menos, todos hemos echado en falta un agenda convincente para la nueva legislatura que se augura aún más corta que la precedente.

¿Cómo es posible, con la que está cayendo, no enviar un mensaje de respiro y soporte a las menguantes clases medias? ¿Cómo es posible presentarse a unas autonómicas sin propuestas concretas sobre el futuro de la sanidad pública?

El independentismo ha perdido el plebiscito y probablemente no hubiera logrado mayoría de escaños si la ley electoral hubiera reflejado de forma más fidedigna la realidad social catalana. El voto rural, periférico y especialmente pudiente (como el de Girona), tradicionalmente conservador y ombliguista, ha gozado de un privilegio electoral difícilmente justificable ante el progresismo urbano. Esa es una huella indeleble del pasado pujolista. Y aun así, el independentismo seguirá aferrado al 'procés'. La insaciabilidad nada tiene que ver con la tenacidad o la constancia. Estas son virtudes, aquella un vicio, y como tal, una barrera al desarrollo normal de nuestra vida política.

Un gobierno central de progreso

El futuro que nos aguarda está lleno de dudas, pero si alguna certeza parece dibujarse con claridad es la derrota del PP en unas generales que no pueden demorarse. Los federalistas creemos que un gobierno central de progreso puede ser un factor estabilizador a través de una reforma constitucional pactada a la que incluso se apuntarían conservadores al estilo del ministro García-Margallo, por poner un ejemplo de razonabilidad política 'españolista'.

Artur Mas debería abandonar su intención de continuar presidiendo la Generalitat. Ha perdido el plebiscito, ha corrompido nuestra convivencia y tiene el 'caso Sumarroca' cuestionando el núcleo duro de los negocios de CDC. Su tiempo, como el de Rajoy, ha pasado.