LA CLAVE

El espíritu de Torquemada

Los modernos inquisidores se desgañitan en las redes insultando, vejando, exhibiendo su odio a los herejes que osan informar u opinar contra sus anhelos o sus paranoias personales

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LUIS MAURI

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Hay periodistas, opinadores y medios de comunicación de cuyo trabajo discrepo profundamente. En ocasiones, hasta la convicción de que no merece la consideración de periodismo. En otras muchas, hasta la náusea. Pero jamás se me ocurriría reclamar su despido, su depuración o su amordazamiento ni la quiebra o el cierre de sus medios. Ni lo reclamaría, ni lo desearía. Esta es la línea roja que separa el respeto a la libertad de expresión, pilar de la arquitectura democrática, de la intolerancia totalitaria.

Lo que sí puedo hacer es dejar de leer determinadas firmas o de escuchar las tertulias en las que participan. Aunque no siempre con éxito: confieso que a veces se me rebela el gañán sadomasoquista que todos llevamos dentro.

Pero últimamente crecen por todas partes nuevos inquisidores. Trasnochados aprendices de Torquemada se desgañitan en las redes escandalizándose, insultando, vejando, exhibiendo sus entrañas hediondas de odio, rogando a Dios por despidos, quiebras y cualquier plaga bíblica que se abata sobre los herejes que osan escribir informaciones u opiniones que contrarían sus anhelos personales (en el mejor de los casos) o sus insanas paranoias (en el peor).

Curiosa nostalgia

Parecía que nunca más iba a ser necesario recordar cómo se las gastaba la legislación franquista de prensa. Qué ingenuidad: ahora se multiplican los nostálgicos de aquello que precisamente dicen denostar.

Luego están los miles de gregarios, probablemente dotados de buena fe pero faltos de intelecto (o de tiempo o voluntad para usarlo), que no pueden refrenar sus glándulas salivares cuando les aparece en la pantalla un tuit molón. Y ese tuit se convierte en un millón.

Este es, al cabo, el problema. Los censores e inquisidores, ya sean fanáticos sociópatas o agradecidos paniaguados, tienen difícil  arreglo. Pero para los demás hay un remedio casero, sencillo y barato: pensar, simplemente pensar. Recuperar el raciocinio del que abdicamos el día que entregamos mansamente nuestra alma a un puñado de obtusos autores de consignas baratas de 140 caracteres.