La infamia de los patriotas

FRANCISCO JAVIER ZUDAIRE

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Hubo un tiempo no lejano en el que, en este país, caía gente muerta por las balas del terror, por el intento de imponer unas ideas.

Incluso, quienes eran los garantes del sistema sucumbieron a la tentación de hacer la guerra por su cuenta, al margen de la ley.

Ya entonces, a muchos nos parecía que llegaría un día en el que añadiríamos al dolor de la masacre la constatación de cuán inútil había sido la irracional escabechina y qué terrible sinsentido era aquella dolorosa siembra de cadáveres. Quizá, puede admitirse, no supimos intuir que esa sensación ocurriría tan pronto ni que todo lo sucedido fuera tan macabramente absurdo que la misma ambición de los pistoleros podía haberse reclamado mediante la convocatoria de una consulta. Así de sencillo: ¿no es lacerante?

Igual que en la transición, la machaconería asesina frenaba otros proyectos y avances porque los muertos inocentes son, y deben ser, la prioridad. De manera que los sondeos y las encuestas colocaban entonces como primer problema nacional la sangría y dejaban en planos secundarios otras lacras. Como el paro, la falta de vivienda o las carencias sanitarias. La vida transcurría entre el temor y el hastío. Pero no para todos.

Mientras la desazón se apoderaba del grueso de la sociedad, otras gentes sin escrúpulos, que también acudían a los funerales y se ponían la careta de los compungidos, maquinaban maniobras espurias, tretas de patriotas felones, como la fuga de capitales, las cuentas opacas, la corrupción y la rapiña. Vaciaban el país de contenido en beneficio propio, a favor de una ambición ilimitada. Ya que la noticia eran los muertos y allí estaba colocado el foco de la justa indignación, debieron de pensar, movámonos en las sombras, donde se mueven las ratas y hagamos negocio. De vez en cuando, asomaban el hocico por las alcantarillas para hacer ver que estaban ahí, solidarios, y hasta daban consejos de cínica moralina a diestro y siniestro. Incluso se les ponía oídos.

Pero la muerte se cansó, al final ella misma tiró la guadaña, tal vez hastiada. También acosada, desde luego. Y los sondeos se fueron desplazando hacia zonas de menor carga de sentimientos, pero con mayor profundidad prosaica: el desempleo, la crisis, el hambre, la exclusión… Algunos comenzaron a oír por primera vez la existencia de una tal Cáritas, cuyo auge casi siempre es una mala noticia porque su mayor implicación social diseña el dibujo de la sociedad empobrecida.

Ya no se mataba, pero era preciso poder vivir, disponer de los medios mínimos para hacerlo con dignidad. Y tras el estallido de otras burbujas, eclosionó la bomba de los escándalos, unas explosiones continuadas, cuyo final y alcance nadie conoce todavía. Y todo se cubrió de vergüenza porque la paz de los muertos dio paso al conocimiento de una actividad delictiva que, aprovechándose del ruido, había minado el subsuelo de la honradez. Con la dificultad de una medición compleja, ciertos estudiosos estiman el coste social de la corrupción en 40.000 millones de euros anuales, en precios constantes de 2008. La cuenta total es una afrenta pavorosa.

Un robo descomunal de patriotas que lloraban en los funerales.