La incompetencia es osada

ESTHER SÁNCHEZ

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H ace unos días, alguien me comentaba la conveniencia de certificar la actividad de recursos humanos (RRHH). «Si no -decía- fomentamos que cualquiera pueda ser director de RRHH».

«Alerta», pensé. ¿No será mejor reflexionar sobre cuáles han de ser las habilidades y competencias, no sólo de un directivo de RRHH, sino de cualquier mando que gestione personas, tenga el nivel que tenga? ¿O es que creemos que la gestión de personas es competencia exclusiva del departamento de RRHH?

Veamos. Érase una vez un encargado que, en el bar y con otros compañeros, dijo de una de las empleadas «voy a despedirla porque sale con un moro y eso da mala imagen». La mujer del encargado (bendita endogamia), posiblemente sintiéndose empoderada por la posición de encargada consorte, apostilló que se iba a buscar a otra trabajadora que la sustituyera porque  «sale con un moro y las moras no trabajan».

Hagamos una respiración profunda antes de decir nada más.

Hecha la pausa, recordemos aquel proverbio hindú que advierte que «cuando hables, procura que tus palabras sean mejores que el silencio» o a Confucio cuando afirma que «el silencio es el único amigo que jamás te traiciona». Aunque vista la aversión de nuestros protagonistas por lo no nativo, asumimos que desconocían estos sabios consejos.

Efectivamente, se despidió a la trabajadora con una lacónica carta de despido disciplinario por «disminución continuada y voluntaria en el rendimiento». Primera acotación: nuestro legislador debería replantearse si este tipo de cartas no deberían merecer en todos los casos la máxima sanción (nulidad). Seamos serios y respetuosos. Un despido no puede ser reducido a un acto de frivolidad o de abuso de autoridad.

El desenlace es previsible. El despido fue declarado discriminatorio por circunstancia personal o social y se condenó a la empresa a la readmisión de la trabajadora. Segunda acotación: nuestro legislador debería revisar si, en caso de nulidad, no debería ocurrir lo mismo que en la mayoría de países de la UE, en los que es el trabajador quien opta por la readmisión o la indemnización. ¿O es que podemos admitir que la persona afectada sea doblemente condenada, primero por sufrir la discriminación y después por ser obligada a seguir trabajando en la empresa, y previsiblemente con las mismas personas que la han discriminado?

Parece que con esta historia es cierto que cualquiera puede ser jefe. Pero antes de crear modelos burocratizantes de acreditación, deberíamos tener claro que mandar es mucho más que poder y compadreo.

Con ello, seguramente evitaríamos que la incompetencia pueda tener el premio de la promoción. Y algo no menos importante, conseguiríamos poder utilizar el despido, ahora sí, en los casos en que mandos intermedios o directivos den muestra de su manifiesta indignidad.

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