La respuesta al 9-N

Impotencia y desconcierto

La España eterna tiene una carga genética que no le permite obviar la afrenta pese a las limitaciones

XAVIER BRU DE SALA

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Aquella España que creíamos haber dejado atrás hasta que apareció Aznar, la España de la pesadilla histórica, la que se volvió a imponer contra pronóstico y ahora gobierna y domina Madrid y pretende dominarlo todo desde Madrid, se siente amenazada. La España que ha hecho más historia y ha protagonizado los episodios más oscuros, la que se cree propietaria de todo y de todo el mundo, ve como peligra su hegemonía. Aquella España que es esta y quiere enterrar la otra se ha mirado en el espejo que le presenta Catalunya y no se gusta. Peor todavía, apenas se reconoce. Debería sonreírse a la ancestral y triunfal manera, pero solo le salen muecas.

La célebre sentencia de Ortega y Gasset, según la cual España era el problema y Europa la solución, solo se ha cumplido a medias. La España trágica, la que Unamuno prefería, la del «que inventan ellos» y «nosotros a lo nuestro», que son las quijotadas, no se transformó lo suficiente durante la transición. Aún no ha asumido que el secreto de la democracia, tal como descubrió Tocqueville en América, consiste en esparcir el poder, justo lo contrario del ordeno y mando. Pues bien, a consecuencia de una mala reacción ante el desafío soberanista, el Estado descubre que el contexto impone límites a su poder. Así, transita de la impotencia al desconcierto.

El primer síntoma de impotencia y desconcierto fue la renuncia de la Moncloa a hacer efectiva la prohibición de la seudoconsulta de costellada, que de este modo convirtieron en consulta alternativa. Si el Estado tenía poder para prohibir, también lo tenía para hacer cumplir la prohibición. Pero no se atrevió. De motu proprio o inspirado por mentes preclaras del norte, alguien debió advertir de que una retirada de las urnas de cartón en Catalunya perjudicaría la imagen de España, y la de toda Europa, y que desfiguraría la celebración del 25 aniversario de la caída del Muro. Embestir así al catalanismo no casa con el libro de estilo europeo.

Después de topar con límites del propio poder, lo más sensato era dejarlo correr y disimular, pero la España eterna arrastra un material genético secular que no le permitía hacer oídos sordos a la afrenta. De ahí el anuncio de la querella, exigida por los más firmes partidarios de poner firmes a la gente. Y de ahí la reacción, inesperada y unánime, de los fiscales catalanes, calificada con razón por este diario de motín. ¿Consideran que juzgar a Mas es un disparate porque están más cerca de Europa? En todo caso, la trascendencia de la rebelión no se le escapa a nadie. La reacción de Madrid, de pretensión fulminante, consiste no en doblegar sino en retorcer la resistencia mediante un auto sacramental oficiado por el fiscal general.

Se trata, una vez más, de actuar según el instinto primario, sin tener en cuenta las consecuencias. Si el president Mas es juzgado por los delitos de que le acusa la fiscalía general, que le podrían comportar hasta diez años de cárcel, tendrá a toda Catalunya a su lado menos a PP y Ciutadans. Juzgado por poner unas urnas sin el más mínimo valor jurídico. Por si acaso, el jefe del Ejército de Tierra se afanó en expresar su disponibilidad para cumplir la Constitución y acabar con la debilidad de la metrópoli, que según él aprovechan algunos -y todo el mundo sabe a quiénes se refiere-. Para no magnificar este grave síntoma de desconcierto, el Gobierno de Rajoy y los medios han echado tierra encima. En un país de la OTAN no es posible cumplir la amenaza.

Embestida, impotencia, desconcierto. He aquí la secuencia que deberemos acostumbrarnos a soportar. Tanta gallardía y a la vez tanto temor. Por si no bastara, al día siguiente del disparate militar el ministro Montoro renuncia a cumplir la ley y reformar el sistema de financiación autonómica. Según él mismo, se trata de evitar peleas territoriales. El ministro que figura como más valiente esconde la cabeza bajo el ala en vez de afrontar los problemas de cara. El sábado 29 vendrá Rajoy para volver a demostrar, a pesar de su ala radical, que un dirigente europeo no podría imitar a Putin aunque lo deseara.

Cuanta más democracia, más límites al poder, más poderes que actúan de contrapoderes en reequilibrio permanente. La España del PP, y la de buena parte del PSOE sufre una severa incomodidad. No es que el espejo lo presente Catalunya, sino que la superficie del vidrio ha sido pulida por Europa. Es evidente la necesidad de una segunda transición, pero también lo es que quienes la deberían impulsar se enrocan. ¿Con qué consecuencias? Lo iremos viendo. Y sobre todo, sufriendo.