Impopularidad del poder

Es paradójico ver cómo el poder político, que otorgamos a nuestros gobernantes mediante el voto, es el mismo que despreciamos y aborrecemos cuando comprobamos que en el empeño de sus atribuciones se abusa de él. Siempre albergamos la sensación de que el poder no nos trata como merecemos o que nos trata como no merecemos. Ya lo dijo Disraeli: «El depositario del poder será siempre impopular». No sé si la contradicción que siento es de diván, pero cada vez que se destapa un caso de corrupción, malversación o abuso de autoridad, experimento una enorme decepción hacia el poder, y al mismo tiempo, una irrefrenable satisfacción por ver cómo caen públicamente quien lo representa. Un que les den silencioso se mueve por mi estómago cada vez que veo entrar a uno de ellos en los tribunales.

Dentro de un Estado democrático el poder se ejerce legítimamente porque lo concedemos nosotros; sin embargo, este se vuelve antipático a base de abusos. Siempre que cae un político corrupto, un policía maltratador o un juez que ha prevaricado me asalta un sentimiento de venganza cumplida y, claro está, de desencanto absoluto. Cuando aquellos que nos dictan las normas son los mismos que las incumplen se genera un desprecio difícil de remontar. El Estado impone, y muchas veces no estamos de acuerdo con él. Eso hace que vayamos acumulando una suerte de aversión que, lamentablemente, se dispara solo cuando la situación es ya muy desesperada. De lo contrario, la mayoría andamos por la vía cómoda y despreocupada del bienestar. Con la crisis actual la sociedad civil y los medios de comunicación (unos más que otros) se han puesto, afortunadamente, a mirar con lupa todo lo que devenga de la autoridad, lo que hace que sean tiempos difíciles para los que gobiernan que, por cierto, no siempre son los que más poder tienen. Pero este es otro tema.