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Me ignoro encima

RISTO MEJIDE

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Todos somos muy ignorantes, lo que ocurre es que no todos ignoramos las mismas cosas. Nada como una cita de Einstein para encabezar un texto, quedar como muy estupendo y encima parecer listo. Pero no. La verdad es que, además de ignorante, los estupendos son los que me daban más collejas en el cole y de listo tengo lo que de monja benedictina. Lo que pasa es que muchas veces me creo que lo soy. Y ahí es donde empiezan todos mis problemas. O bueno, al menos parte de ellos.

Me ignoro encima. Como me creo muy listo, me creo también muy inquieto. Mi insaciable astucia necesita nutrirse cada ocho horas, replantearse grandes preguntas detrás de pequeñas cosas y entornar los ojos y ladear la cabeza ante datos inútiles y experiencias nuevas todos los días. Observar los pelillos de un kiwi, pensar que nadie los habrá contado jamás, como estrellas en el universo, decir «interesante» y poner cara de estar resolviendo una ecuación diferencial de segundo orden, mientras mi más profundo yo está completando la lista de la compra del Mercadona o recordando la partida que dejé a medias del Candy Crush.

Me ignoro encima. Como me creo tan inquieto, también necesito sentirme continuamente informado. Un tsunami de noticias acude a mí a borbotones, como una riada de datos y opiniones que se desborda todos los días a la misma hora por todo tipo de vías y medios de comunicación. Si paso un par de jornadas sin informarme, la presa de la actualidad ha ido acumulando tal cantidad de últimas horas que mi cabeza revienta de sólo pensar lo que me habré perdido, así que vuelvo a abrir las esclusas y me dejo inundar hasta que se me arrugan las yemas de los sesos y ya no puedo ni pensar.

Por si eso no fuese suficiente, en ocasiones incluso leo periódicos. Mira si estoy mal, que a veces hasta pago por ellos. Y ya que los he pagado, los amortizo. Cada semana invierto como mínimo un día entero de mi vida en leerme al menos un diario de pe a pa. Y cuando lo acabo, siempre me doy cuenta de que aún me faltan los suplementos. Seguro que ahí estaba lo que no me podía perder. Los dejo para mañana. Un mañana que se transforma en semana. Y ahí aparecen más suplementos. Y ahora qué coño hago con los antiguos.

Llego el lunes al trabajo presuntamente actualizado, pensando que me he bajado la última versión de mí mismo y siempre hay esa entrevista, esa película, ese libro, ese programa de televisión que me perdí y me doy cuenta de que todo el mundo habla de ello. Trato de que alguien me dé su punto de vista sobre algo a lo que le dediqué mi fin de semana, pero nada. Lo que yo estuve viendo no es nunca lo relevante. Pongo las entendederas en dique seco y me dedico a escuchar. Una semana más que no he dado en el clavo. Me cago en los trending topic.

Asumo que en esta carrera, siempre estaré por detrás, por debajo y con el culo al aire. Ignorándome encima delante de toda la clase. Y me miro la industria, los grupos mediáticos, los fines de comunicación. Empresas privadas que nos venden lo que nos quieren vender. Oligopolio de conversaciones en manos de muy pocos. Los que deciden lo que se supone que nos tiene que importar para que a ellos les salgan los números.

Y a medida que me ignoro encima y me ahogo en mí mismo, nombro mi propio comité de crisis editorial: un par de neuronas dedicadas a discernir entre lo que me da igual, lo que no me interesa y lo que no quiero saber. Me da igual todo lo que ocurre demasiado lejos, a la mierda con la globalización. No me interesa lo que alguien decide que me tiene que interesar tanto como para ponerlo en portada, a tomar viento las cinco columnas. Y en estos momentos no quiero saber nada que no tenga que ver con la palabra solución.

Sí, ya lo sé, de esta manera igual acabo todavía más desinformado.

Puede que incluso más ignorante.

Pero seguro que no más infeliz.