Los efectos del éxodo laboral

La huida de los jóvenes

Quienes se han ido no perciben aún que su país pueda ofrecerles algo atractivo para regresar

MARÇAL SINTES

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El 21 de mayo este diario daba a conocer las cifras de jóvenes catalanes que se fueron al extranjero durante el 2014. Fueron más de 5.000. Desde el 2009 han hecho las maletas para emigrar a otros países alrededor de 25.000 jóvenes de entre los 15 y los 34 años. Algunos, los de menor edad, lo hicieron acompañando a sus familias; los otros, para buscar trabajo y un futuro profesional mejor. De estos, muchos han decidido irse una vez completados los estudios universitarios. O bastante después, al topar con desesperantes dificultades para hallar trabajo, o hastiados al no lograr un empleo acorde con su vocación o que no bordeara la esclavitud.

Al finales de los años 50 y durante los 60 fueron muchos los catalanes y españoles que huyeron al extranjero. España arrastraba aún los efectos de la guerra civil y la autarquía franquista. Como se sabe, un buen número se instalaron en Alemania. Algunos volverían, otros se quedaron allí. Se trataba en general de mano de obra poco cualificada –los universitarios entonces eran una pequeña minoría– que tuvo que contentarse con trabajos mal pagados y soportar condiciones en general muy duras. Una buena parte de los que se han ido esta vez tienen un perfil diferente. Han realizado estudios universitarios, másters, hablan idiomas... Pero, como hace más de medio siglo, también han sido expulsados de su país. También han tenido que expatriarse para sobrevivir o, al menos, para no renunciar a lo que quieren hacer y ser.

En las últimas semanas, por motivos profesionales, he tenido la suerte de conocer a un puñado de estos jóvenes –la generación mejor preparada de la historia, dice el tópico– y familiarizarme de primera mano con sus historias. Los más veteranos explican que el patrón suele ser el siguiente: después de unos principios complicados, desesperantes incluso, progresivamente con mucho esfuerzo uno consigue abrirse camino hasta situarse profesionalmente. Algunos enseñan o investigan en buenas universidades. Saben que quizá, si se hubieran quedado en casa, hoy seguirían igual que cuando dieron el paso valiente de dejar familia, amigos y paisajes.

No son pocos los que querrían volver. Incluso entre los que se han casado en el extranjero. Pero el problema es el mismo que les hizo marchar, esto es: no perciben que su país pueda ofrecer nada suficientemente atractivo como para abandonar lo que han levantado fuera. No hallan ofertas profesionales que les permita el regreso sin tener que empezar desde cero –o casi–, lo que me parece comprensible y razonable. No es solo que tener que irse a la fuerza sea una injusticia y hable muy mal del país en cuestión. Es que con su marcha hemos perdido todos unos activos muy valiosos, lo que irremediablemente, como economía y como sociedad, nos empobrece y complica el futuro. Que hoy, como está sucediendo, nuestros jóvenes aún continúen emigrando debería hacernos pensar.

 En general, lo que ha sucedido en los últimos años nos debería haber hecho pensar mucho. Y tengo la sensación de que no ha sido así. Que a pesar de los terribles estragos de todo orden que ha causado la crisis, no se han tomado las decisiones, que debían ser firmes, severas, para impedir que todos los errores y los abusos se vuelvan a producir.

Un ejemplo, tal vez el más claro y más hiriente, es el sector financiero. Se ha rescatado a la banca con dinero público, pero a la gran mayoría de los gestores irresponsables no les ha pasado nada, todo lo contrario. Tampoco ha habido un endurecimiento sensible de las reglas de juego ni un fortalecimiento del poder y la independencia de los reguladores para evitar que la trágica historia se repita. El Gobierno ha preferido moverse en la superficie del problema, eludiendo reformas importantes. La aspereza empleada con los ciudadanos, las empresas y las autonomías no ha aparecido en el caso de los bancos.

A la vista de ello, no parece que a medio plazo haya reformas importantes en la estructura económica española y catalana –es el Estado quien tiene instrumentos realmente operativos para hacerlo, no la Generalitat–. No podemos conformarnos con el turismo y la construcción, por muy relevantes que sean, que lo son. Necesitamos industria y, sobre todo, impulsar sectores con alto valor añadido. Necesitamos también mejor enseñanza y universidades, invertir en investigación y en creatividad.

Ya que no hemos podido evitar la fuga de los jóvenes –muchos de ellos no solo bien formados sino, todos, con un espíritu inquieto y emprendedor–, deberíamos ser capaces de construir un país al que valga la pena volver. O, mucho mejor, que no les expulse en masa en cuanto empieza a soplar la tormenta.