CONFRONTACIÓN SIN DIÁLOGO

La 'hooliganización' del debate público

En la dinámica democrática se puede debatir o rebatir, per no venciendo sino convenciendo

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MIQUEL SEGURÓ

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No hace falta ser un especializado sociólogo para saber que el fútbol es algo más que un deporte. Mueve una serie de instintos, emociones y valores primarios que explican, por ejemplo, la cantidad de intereses económicos que giran a su alrededor. El fútbol cumple, además, una función social. Aristóteles decía que una de las virtudes de la tragedia era que funcionaba a modo de catarsis. Hoy podría sostener que esta función la desempeña en gran medida el teatro del fútbol.

Sin embargo, últimamente estamos asistiendo a una serie de debates de diferente índole que apuntan a una progresiva 'hooliganización' del debate público. Piénsese en Catalunya y en cómo ha aparecido en las redes tras los atentados de Barcelona y Cambrils, o en la cuestión de la gestación subrogada, por mencionar los más candentes. En ambos casos el desencuentro de las posiciones desemboca fácilmente en la descalificación, en el uso y abuso de la falacia 'ad hominem' (que ataca a la persona que defiende una posición señalando una característica real o no acerca de ella) o en el recurso a la emoción como fundamento de juicio. La resolución de la confrontación acaba en demasiadas ocasiones en un juicio moral descalificativo: no tienes razón porque eres tal cosa, o porque no eres tal otra. 

La esloganización del mensaje político es un síntoma más de este proceso de minimización del debate público

 Falta dialéctica, una palabra de origen griego compuesta por 'dia' (a través de) y 'lexis' (palabra, discurso) y que viene a significar la capacidad de argumentar y contrargumentar a través de la palabra y la contraposición de discursos. Platón fue su mayor exponente y seguramente quien mejor ha ejemplificado su praxis. En sus textos se plantean cuestiones filosóficas relativas a la vida buena, la política o la estructura última de la realidad a través del diálogo. No en vano sus obras se llaman 'Diálogos'. Con ello daba a entender que el conocimiento pasa por la contraposición de ideas, por la capacidad de salir del propio dogma y dejar de lado la agonística, que es la voluntad de imponer la propia opinión. Dialogar es, en definitiva, la audacia de asumir que el otro puede tener razón.

Aunque, claro, hablar de razón a estas alturas puede sonar desfasado. Estamos en la era de la posverdad, eufemismo de mentira, donde el individuo es soberano para configurar su mundo a imagen y semejanza. ¿Por qué tener que dar cuenta crítica de lo que motiva sus posiciones? Lejos quedan los anhelos de la acción comunicativa y performativa del discurso. Nos movemos en la concepción de lo político que popularizó Carl Schmitt, la que establece que su esencia es la oposición amigo-enemigo, sazonada con un poco de yo lo quiero, yo lo creo, versión posmoderna del decisionismo voluntarista 'schmittiano'. 

La esloganización del mensaje político es un síntoma más de este proceso de minimización del debate público. Mandan el tuit y el retuit, así que mejor no dar muchos rodeos, no vaya a ser que a uno se le califique de retorcido. Se construyen muchos argumentarios y pocos argumentos. Y sí, existe una crisis incentivada de las humanidades en la educación, en particular de la filosofía, pero no parece haber más alboroto que el que generan los sectores profesionales directamente afectados. 

Víctimas del secuestro cultural

Las políticas gubernamentales del último lustro han echado más leña, cuando no directamente gasolina, al fuego devorador de celulosa cultural. Pero la responsabilidad del empobrecimiento del debate público es fundamentalmente de los ciudadanos y ciudadanas participantes, que, aun siendo víctimas del secuestro cultural de tales gobernanzas, olvidamos que ser responsable comporta, por etimología, ser capaz de dar respuesta de las propias acciones y decisiones.

El fútbol es probablemente una de las mejores metáforas de muchas de las cosas que nos suceden a nivel personal e interpersonal. Para lo bueno y para lo malo, su épica refleja las luces y sombras que nos caracterizan. Los futbolistas lo saben: son ensalzados y fustigados por igual, casi sin término medio. Son los dioses del balón. Pero a fútbol no se puede jugar sin dos cosas: precisamente un balón y unas reglas de juego. En la dinámica democrática, dichas reglas se pueden debatir o rebatir, revolucionar o involucionar, pero no venciendo sino convenciendo.