LOS ESCÁNDALOS DE CORRUPCIÓN

¿Hay que esperar a que nos condenen?

"Se debe cesar desde el momento que se tiene la certeza de que una actuación propia ha menospreciado los principios de actuación éticos inseparables de la responsabilidad que se ejerce"

José Zaragoza, en la rueda de prensa de ayer en la sede del PSC en Barcelona.

José Zaragoza, en la rueda de prensa de ayer en la sede del PSC en Barcelona.

LAIA BONET

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Las noticias aparecidas estos últimos meses parecen haber convertido una transición democrática considerada hasta ahora como "ejemplar", en un proceso más que cuestionable. Nuestro país, además, conocido por una aparente paz política que había recibido incluso el calificativo de oasis, se ha convertido estos últimos días más bien un lodazal, donde difícilmente pueden crecer con fuerza las virtudes que se habían atribuido como hecho diferencial en la política catalana. La imagen resultante es indiscutible: la salud de nuestra democracia empeora a una velocidad desorbitada.

Pero la magnitud de esta crisis democrática crece sobre todo por la impunidad con la que son recibidas las actuaciones de algunos responsables políticos, que por vías incluso increíbles de imaginar, van saliendo a la luz cada día. Unas actitudes que ciertamente --todos nos lo hemos dicho una y otra vez-- son excepciones a la regla general de la actitud de servicio público con la que tantos y tantos ciudadanos adquieren el compromiso de dedicar una parte de su tiempo a la política, es decir, a los demás.

Por mucho que sean una excepción, su más que aparente crecimiento en cantidad y en "calidad", junto con la sensación de impunidad, han generado frustración y desmoralización en la ciudadanía y han minado la credibilidad de las reglas del juego de la democracia. Pero a la vez la rabia y la indignación han provocado una reacción más proactiva: desde la llamada originaria del 15-M, la sociedad civil ha continuado movilizando para hacer propuestas y exigir cambios. También lo han hecho otros actores sociales, como algunos medios de comunicación. Propuestas, todas ellas, que han recibidoel apoyo, en forma de firma, de muchos ciudadanos y también de actores políticos. Un ejemplo esel decálogo de EL PERIÓDICOsobre regeneración democrática, que firmé el 12 de febrero.

Reacción proactiva

Sin duda, debemos felicitarnos por esta reacción proactiva. Pero no podemos olvidar que los principales actores de los que debe exigirse una reacción clara, contundente y urgente son los actores políticos: los partidos y todas y cada una de las personas que ocupan cargos electivos o por designación.

Y esta reacción debe partir necesariamente de saber sumar a las obligaciones que se derivan del propio ordenamiento jurídico y que por tanto, son perseguibles en caso de incumplimiento, las obligaciones que provienen de lo que podríamos llamar la ética de la política.

Hace unos días defendía en un artículo la necesidad deun nuevo contrato de servicio público de todos los cargos políticos. Un contrato de servicio público que permitiera recuperar la confianza perdida con las instituciones y los representantes públicos y que incorporara compromisos de transparencia económica personal y colectiva, compromisos de calidad y compromisos de ejemplaridad en la actividad política y pública, además, evidentemente los correspondientes mecanismos de control y de sanción efectivos que acaben con la imagen de impunidad.

Hemos hablado mucho delpapel de la Justiciaen la persecución de la corrupción. De si los medios personales y materiales dedicados a esta tarea permiten luchar eficazmente y con suficientes garantías contra la sensación de impunidad de estas conductas. La lentitud de la justicia ha sido incluso un argumento más para que algunos responsables políticos hayan recordado la prevalencia de la presunción de inocencia: si una imputación tuviera que prevalecer sobre el principio de inocencia --afirmaban estas voces-- y debiera conducir a la separación del cargo en cuestión, de sus responsabilidades, la justicia debería ser mucho más rápida en esclarecer los hechos y las responsabilidades para poder "rehabilitar" rápidamente a aquella persona en su rol en caso de no demostrarse su culpabilidad. Mientras no sea así --seguiría esta argumentación defendida por varios responsables políticos--, la separación del cargo debe darse en todo caso al finalizar la fase de instrucción y siempre que se confirme su inculpación.

Esfuerzo adicional

Es indiscutible que la crisis democrática que vivimos exige un esfuerzo adicional para dotar de los medios personales y materiales que garanticen que la Justicia actúa con celeridad y contundencia. Pero la separación de los cargos públicos en caso de presunta corrupción, ¿puede fundamentarse exclusivamente en una adecuada persecución de estas conductas? ¿Debe basarse únicamente en el contraste de la actuación personal respecto las previsiones del Código Penal? ¿Puede fundamentarse exclusivamente en el papel de la Justicia?

Creo sinceramente que por la recuperación de la confianza en nuestras instituciones y los representantes públicos, no basta con perseguir eficazmente. Debemos considerar a la vez el papel de la ética personal en la política. Un papel que es clave para la necesaria regeneración política y democrática. Y para que sea así debe ir más allá de asumir, cuando se confirmen, las posibles responsabilidades derivadas del incumplimiento del ordenamiento jurídico.

Por ello, el nuevo contrato de servicio público con la ciudadanía debería conllevar la necesidad de abandonar las responsabilidades públicas no solo en función de una condena (o incluso de una "inculpación" formal) sino ya desde el momento que se tiene la certeza de que una actuación propia ha menospreciado los principios de actuación éticos inseparables de la responsabilidad que se ejerce. La responsabilidad empieza en casa. ¿Quién mejor que uno mismo para saber si se ha actuado éticamente? ¿O debemos esperar a que nos condenen?