DOS MIRADAS
La grieta del infierno
Dos terremotos de gran magnitud y numerosas réplicas sacudieron Nepal. Más de 8.000 muertos, 8 millones de afectados e infraestructuras devastadas fue el triste saldo de la tragedia.
'REVOLUCIÓN INCESANTE' POR JOSEP MARIA FONALLERAS
Josep Pla no tenía la menor confianza en el género humano. «Tampoco tengo confianza», escribió, «en la revolución que, según los libros, redimirá a los hombres y a las mujeres». Pla solo se fiaba de la naturaleza, «que todo lo destruye y lleva a cabo una revolución incesante». Hay que leer a Pla y leerle sin aprensiones. Se refiere, en esta sentencia, a la ineluctabilidad de las leyes que rigen el orden de las cosas naturales, como por ejemplo un terremoto. La confianza implica creencia en la posibilidad de llevar a cabo una empresa, un detalle que solo la naturaleza está en condiciones de cumplir con absoluta fiabilidad. Por eso debe ser cierto que solo el choque de las placas tectónicas o el movimiento de los cuerpos celestes es algo a lo que asirse sin temor a la decepción.
Estamos expuestos a la repetición incesante de los fenómenos que matan de forma imperturbable, sin sentido ni voluntad, sin más afán que el de ser regidos por el caos ordenado de lo telúrico. Ante la grieta que lleva al infierno, los pies humildes y desamparados descansan sobre otra cicatriz que no llegó a convertirse en herida mortal pero que nos avisa de nuestra debilidad ante el incesante alzamiento de la roca que habitamos. O ante la furia sin control de las aguas o el azote inclemente del viento. El día después, contemplamos el derrumbamiento, con temblor y temor a una nueva, siempre antigua, sacudida.
'SE ME HA CAÍDO' POR EMMA RIVEROLA
Creo que se me ha caído. Sí, se me ha escurrido de las manos. Siempre lo llevaba en el bolsillo. Era discreto y educado. Nunca se erigía en protagonista, pero jamás rehuía sus obligaciones. Aunque fueran algo tediosas y repetitivas. Nada digno de glosas ni epitafios. Ningún recuerdo solemne que legar a los hijos. Era el dios del primer café de la mañana. De la ropa de estar por casa, cómoda y un poco gastada. Con algún punto descosido o alguna mancha rebelde. Era el dios de las duchas sin canciones, de la comida hecha con cuatro restos de la nevera, de las siestas en el sofá o los pasos descalzos. Siempre callaba mientras yo leía. También mientras miraba la televisión o cuando desayunaba sola y la casa dormía. En realidad, callaba siempre. Como los dioses que no tienen espíritu de inmortales, ni pretenden habitar páginas solemnes, ni mucho menos aspiran a rezos trascendentes ni luchas en su nombre.
Se me ha caído un dios. Justo lo saqué de mi bolsillo cuando creí que todo se desmoronaba y se precipitó hacia esa nada oscura que da miedo. Era el dios de los lunes. Y de los martes. Y de los miércoles… Era el dios de cada día. El que no sabe de grandes fiestas. Solo del tic tac modesto de la vida cotidiana. Esa que nunca vemos hasta que, de repente, cuando todo tiembla, cuando la tierra se agrieta bajo nuestros pies, comprendemos que algo irreparable se nos ha escurrido entre los dedos.
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