8 DE diciembre DE 1996

Gordos felices

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JOAN BARRIL

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Los ascensores son muy indiscretos. No lo son únicamente por  el eco que produce cualquier confidencia dicha en voz baja en el camarín, sino también por la tecnología que impide que el ascensor se ponga en marcha si supera el límite de carga. Así sucede en la última generación de ascensores. Entra el usuario en la cabina y lee un cartel que reza: «Cinco personas, 400 kilos». En el momento en el que cruza el umbral el quinto viajero, un timbre advierte de que el ascensor lleva exceso de peso. A la máquina no le salen las cuentas. Y no le salen porque el ingeniero que la diseñó no contempló en su lacónico cartel la posibilidad siempre gratificante del gordo.

Los gordos y gorditos somos esos seres generalmente afables que han decidido voluntariamente sacrificar la estética a cambio de una tolerancia ética. La gente común se ríe de los gorditos, les zahiere con sus bromas, les conmina a refugiarse en el exilio de las tallas especiales.  Pero a la hora de la verdad la gente se fía más de un gordito que de un atlético. Durante mucho tiempo, en épocas de escasez y de mayores desigualdades sociales, las personas orondas y obesas fueron el paradigma del poder y de la abundancia. Pero hoy la gordura se ha democratizado y ya no es un privilegio del bolsillo, sino un accidente de la voluntad. Lo políticamente correcto es estar constantemente sometido a rigurosas dietas que, en teoría, deberían forjar un espíritu combativo y moralmente intachable. El gordo, según esos vigilantes del peso ideal, es un ser vencido por sí mismo, un alma en pena, un desheredado.

Y, sin embargo, existen gordos felices que han hecho de su sobrepeso un blindaje frente a las críticas ajenas. El gordo voluntario es el más claro ejemplo de que todavía existe la libertad de pensamiento. El gordo militante es, ante todo, un rebelde con causa, un caudillo de sí mismo y un escaparate de los grandes placeres pequeños. Al gordo o la gorda feliz se le intenta desmoralizar con apelaciones a la salud, se le sataniza desde los anuncios de ropa interior y se le considera una suerte de castrado sexual incapaz de comerse un rosco. Pero en esa leyenda se encuentra la base de su éxito. La mujer que decide poner un gordo en su vida -o el hombre que encuentra una mujer de esas que nunca te las puedes acabar- hace una apuesta inmejorable para su futuro. Junto a un gordito nadie se aburre y la vida más íntima se convierte en un inacabable parque de atracciones.

En una sociedad pacata y ceremoniosa, el gordito pasa a ser un verdadero patrimonio de la humanidad. Las barrigas de los gordos, al igual que las de las embarazadas, son un canto a la esperanza. Por eso ante un gordito hay licencia para tocar y las despedidas acostumbran a culminarse con un par de palmaditas en el abdomen del obeso recién conocido, ese gesto que expresa cordialidad, pero que en realidad destila una profunda amargura espiritual. A los gordos y a las gordas felices no hay quien les pare. Lucen la belleza de la inteligencia y conocen todos los universos del placer. Hay gordos que nacen, pero el buen gordo se hace. Hay una sabiduría interior que poco a poco va redondeando el cuerpo como los cantos rodados en el lecho de los ríos. Sus espaldas son almohadas donde buscan consuelo los rostros más bellos. Son la constatación de que se progresa más ensanchando horizontes que subiendo peldaños. Debe de ser por eso que a los ascensores, tanto los mecánicos como los humanos, no les caen bien esos gordos que alcanzan la felicidad viviendo y dejando vivir. Envidia cochina.