Los SÁBADOS, CIENCIA
La genética de la corrupción
El ADN nos empuja hacia el altruismo, pero todo indica que la educación lo hace en sentido contrario
Salvador Macip
Director de los Estudios de Ciencias de la Salud de la UOC y catedrático de medicina molecular de la Universidad de Leicester.
SALVADOR
Macip
Un amigo mío trabajaba en uno de esos bancos que actualmente tienen problemas. Me decía hace poco que le costaba trabajo asumir que los directivos con los que hablaba regularmente fueran responsables de los tejemanejes que ahora son de dominio público. Solemos pensar que la corrupción es un mal extendido por otras esferas, que los culpables no son como nosotros. El estafador es alguien poderoso, rico e inmune a las leyes que nos gobiernan al resto, una especie de actualización de las élites intocables, no una persona que podría ser tu vecino. Pero ¿es realmente un mal de pocos o es el hombre corrupto por naturaleza?
En la mayoría de los experimentos sociológicos, los que se aprovechan de los demás terminan castigados por el grupo. La Teoría de los Juegos, por ejemplo, una disciplina matemática que estudia cómo tomamos decisiones, propone que el altruismo ha aparecido gracias a la selección natural porque proporciona una clara ventaja evolutiva al individuo y a la comunidad. A largo plazo, el egoísmo es malo tanto para tus competidores como para ti mismo, así que los genéticamente generosos habrían prosperado. Siguiendo esta línea, un artículo publicado en la revista Nature el pasado septiembre concluía que instintivamente los hombres tendemos a cooperar. Pero, sorprendentemente, el estudio también demostraba que cuanto más razonamos, más egoístas son nuestras decisiones. ¿Puede ser que la evolución nos haya llevado a ser conscientes del beneficio global (los instintos que llevaríamos escritos en el ADN), pero que la cultura nos esté empujando a procurar primero por nosotros?
Quizá esto es lo que ocurre en entornos en los que el engaño está más extendido de lo que nos gustaría. Un amigo se quejaba el otro día de que uno que se suele manifestar en contra de las injusticias del Gobierno lo estaba presionando para cobrar una factura en negro porque «así todos salimos ganando». Obviamente, este tipo de trampas caseras no se pueden comparar con expolios como el del Palau de la Música. Pero quizá los grandes corruptos lo son sobre todo porque disponen de las posibilidades. Cuanto más tentaciones tenemos, más difícil es resistirlas, aunque esto implique ir contra nuestros principios. Es como cuando nos hacemos cruces de la promiscuidad de las estrellas de rock. Si constantemente nos estuvieran ofreciendo mujeres de bandera, deberíamos ver cuántos seguiríamos fieles a nuestras parejas. El honrado podría ser aquel que aún no ha tenido suficientes oportunidades para dejar de serlo.
Esta visión parece que encaja más con algunas culturas del sur de Europa. Por lo menos, la corrupción allí es de proporciones diferentes a la que se ve en el norte. No parecen ser los genes los que lo determinan, pues, sino las tradiciones. Y, con todo, la principal diferencia entre unos y otros no es tanto cómo nos saltamos las normas sino cómo reaccionamos ante los que lo hacen. Nosotros tenemos gente que sigue en su cargo después de que se haya descubierto que presumía de una licenciatura que no había terminado, mientras que en Alemania una ministra debe dimitir porque 60 párrafos de una tesis doctoral de 351 páginas contenían citas que no estaban debidamente atribuidas. Puede que algunos exageren, pero la alternativa -que la población perciba que los delitos de algunos quedan impunes- es lo que realmente conduce a la fractura social. En un momento en el que hay que trabajar unidos más que nunca para salir adelante, la tolerancia cero parece mejor estrategia que la compasión. Pero debe aplicarse a todos los niveles, y empezando por uno mismo. En algunos lugares, los piratas se ven como héroes y aún arrastramos una simpatía histórica por el pícaro que consigue burlar el sistema. No nos damos cuenta de que el sistema somos todos nosotros y de que se puede dinamitar tanto por arriba como por abajo.
Un conocido me contaba que hace un par de décadas fue testigo involuntario, por el trabajo que tenía, de cómo un político local de segunda fila participaba en unos negocios inmobiliarios no del todo claros. Ese personaje ha conseguido hoy en día llegar a la cúspide de su estamento y, de momento, aún no ha sido imputado por ningún delito. Esto podría significar (seamos positivos) que de joven había cedido a la tentación pero que ahora ya no usa su posición para obtener un beneficio suplementario. También habrá gente así. Debemos esperar que no todos aprovecharán cada buena oportunidad que se les aparezca por éticamente dudosa que sea. Debemos confiar en que nosotros tampoco lo haríamos, que los genes podrían más. Me gustaría creer que si algún día se me presentara en casa Judit Mascó en negligé sería capaz de declinar la invitación. Me gustaría creer que no sería el único hombre casado que lo haría. De hecho, me gustaría creer que seríamos mayoría. Si no, querría decir que vivimos en un mundo muy deprimente.
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