Fundamentalismo lingüístico

LAURA FÀBREGAS

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Chesterton no iba mal encaminado cuando afirmó que, desde que el hombre había dejado de creer en Dios, el problema no era que no creyese en nada, sino que se lo creía todo. En Catalunya, una de las regiones más laicas de Europa y del mundo, hace tiempo que se ha remplazado a Dios por la lengua catalana. Las bíblias y crucifijos se suprimieron de las escuelas para imponer un modelo de inmersión lingüística que, como el de antaño, guarda más relación con los intereses políticos de la clase dirigente que con un supuesto beneficio pedagógico.

La perversidad de este sistema radica principalmente en su obligatoriedad --no poder elegir entre ser escolarizado en catalán, castellano o inglés--, pero también en el hecho de que se haya elevado la lengua catalana como parte estructural de la identidad catalana sin la cual no puede haber integración o cohesión social. Una verdad revelada que convierte cualquier crítica hacia el modelo educativo en un sacrilegio contra Catalunya y el catalán.

Más allá de esta perversidad, como sucede con toda religión, también se evidencia una especie de doble moral: defender públicamente el catalán en la escuela, pero llevar a los hijos al Liceo francés o a la Escuela alemana. Son muchos y conocidos los personajes públicos independentistas que prefieren que su prole se eduque en el bilingüismo o el trilingüismo, y eso sí que seguramente no contribuye ni a la cohesión social ni a la igualdad de oportunidades. Libertad de elección solo para quien pueda pagar.

Lo que más sorprende, pero, es que, como apunta la profesora Mercè Vilarrubias en este artículo, en los 25 años que se predica el padrenuestro de que “la inmersión garantiza la cohesión social” nadie lo haya comprobado nunca. No hay un solo estudio que demuestre esta supuesta relación causal. Es una cuestión de fe, que empieza y acaba con este predicado.

Esta religiosidad a la hora de tratar el tema de la lengua se mezcla a menudo de un romanticismo que dificulta aun más abordar el tema desde la racionalidad y los derechos de los ciudadanos castellanohablantes. Forma parte del imaginario colectivo creer que “pensamos y sentimos” en la lengua madre. Un supuesto que la neurociencia, cada vez más, se atreve a desafiar. En palabras del científico y lingüístico Steven Pinker esta creencia forma parte de la “estupidez convencional” y lo explica muy bien en su libro ‘El instinto del lenguaje’ (Alianza, 2012): “Depende realmente el pensamiento de la palabra? ¿Es verdad que la gente piensa literalmente en inglés, cherokee, kivunjo? (...) La idea de que el pensamiento es lo mismo que la lengua constituye un buen ejemplo de la podría denominarse una estupidez convencional (...). Todos hemos tenido la experiencia de haber proferido o escrito una frase y al momento mismo de terminar habernos dado cuenta de que eso no era exactamente lo que queríamos decir. Para que uno pueda sentir eso tiene que haber un “algo que queríamos decir” que sea diferente de lo dijimos. A veces no es sencillo encontrar palabras que valgan para expresar adecuadamente una idea. Cuando escuchamos o leemos algo, solemos recordar el sentido general, y no las palabras exactas, de manera que tiene que haber un sentido que no sea lo mismo que las palabras que lo expresan. Y además, si los pensamientos dependen de las palabras, ¿cómo es posible que se puedan acuñar nuevas palabras?; ¿cómo es posible traducir de unas lenguas a otras?”.

La inmersión es un sistema excelente para aprender una lengua, pero su impacto en la cohesión de un conjunto humano solo tiene efecto cuando se trata de un territorio con lenguas incomprensibles entre sí. Nunca en una comunidad bilingüe, donde el castellano es la lengua madre de la mitad de la población y la koiné que utilizará un catalán y un vasco para comunicarse entre ellos. Por muy nacionalistas que sean.

En el sistema educativo catalán, los derechos de los ciudadanos catalanohablantes están actualmente reconocidos y salvaguardados. Quienes no gozan de la misma suerte son los ciudadanos castellanohablantes. Si en Catalunya se continua aprendiendo el castellano no es porque el sistema lo propicie, sino porque la ley no es lo suficientemente totalitaria para imponerse en una sociedad compleja donde buena parte de la televisión, la vida pública y el mercado son en castellano. A pesar de ello, se ha conseguido que buena parte de la población catalana viva en un estado de paranoia constante, donde cada sentencia del Tribunal Constitucional, del Supremo y hasta del TSJC se percibe como un ataque a la lengua. Poco importa que se reconozca que el catalán debe ostentar una condición preferente y que solo se pida un 25% de clases en castellano, porque si algo comparten todos los fundamentalismos es el amor por la pureza y el rechazo al pluralismo.