El Día Mundial de la Arquitectura

Fundadores de ruinas

El oficio de diseñar viviendas, espacios e infraestructuras vive el peor momento de su larga historia

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JOAN BARRIL

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Hoy se celebra el Día Mundial de la Arquitectura. Nos hemos acostumbrado a consagrar un día a alguna manifestación del ser humano como una manera de provocar la alarma. Jamás hay un día para la alegría o para la fortuna. Sí lo hay, en cambio, para recordar una enfermedad, una necesidad de paz o una conjura contra el hambre. El hecho de que hoy sea el Día Mundial de la Arquitectura convierte esta actividad en una causa. Mal deben estar las cosas en los que dominan el oficio para tenerse que otorgar un día que sensibilice a la población de su necesidad.

Todos somos de alguna manera los responsables de convertir el espacio en nuestro espacio con el fin de sentirnos bien. Incluso los nómadas, sean de fin de semana o de civilización, van con sus tiendas señoreando la tierra y en un momento dado dicen: «Acamparemos aquí», y se calculan las pendientes, la sombras de los árboles, las piedras que servirán de almacén, la cercanía de la fuente o la protección de las rocas. Desde el principio de los tiempos la especie humana se ha dedicado antes a la arquitectura que a la agricultura, a la caza o a la artesanía. Y lo que primero fue pura necesidad pronto se convirtió en una caja mágica. La arquitectura definió templos, senados, fortalezas y tumbas. El arquitecto de los pueblos primitivos o de la actualidad mantiene la necesidad de poner en diálogo el espacio subterráneo de la tierra sobre la que se forjarán los cimientos para llevar la construcción hasta un lugar más alto desde donde viviremos nuestra pequeña acrópolis individual. Allí introduciremos nuestros sentimientos, nuestra memoria, nuestra sensibilidad y nuestra funcionalidad. Aún hoy, cuando algún ciudadano examina por primera vez la que será su morada, piensa: «Aquí pondré la butaca para leer, aquí instalaré mi reproductor de música, aquí colgaré un par de pinturas que me gustan y en ese balcón plantaré arbustos florales». Una vez más la arquitectura se convertirá en el almacén del resto de las artes.

Pero las cosas no pintan bien para ese colectivo ni tampoco para la ciudadanía. Un artículo de Lluís Comerón, decano del Col·legi d'Arquitectes de Catalunya, afirmaba que en los últimos tres años no se había llegado a superar la cifra de una vivienda por arquitecto en un año. Realmente ese sería una ratio de mínimos que es lo más parecido a un ERE del propio mercado de la construcción. Pero todavía hay más. El Gobierno del PP, en una curiosa y exagerada interpretación del liberalismo, intenta aprobar que los ingenieros puedan ocupar también el lugar de los arquitectos. Los tradicionales trabajos de canales, caminos y puertos, privados hoy de la liquidez de las administraciones, podrían así encontrar al rebufo de grandes grupos financieros resistentes a una nueva burbuja inmobiliaria, un trabajo de subsistencia que acabaría de hacer desaparecer de la faz de la tierra a muchos arquitectos resignados hoy todo lo más a la rehabilitación. El sueño de Frank Lloyd Wright está desvaneciéndose por la tenaza del poder financiero y de los ingenieros de plantilla, más forzados a rebajar los costes que a encontrar un mínimo de belleza.

Porque, en el fondo, la arquitectura está siendo el rompeolas de esa actitud cortoplacista con la que el Gobierno espera pagar los favores que en su día le permitieron llegar a donde está. No solo se ha devaluado la figura del político, también se ha optado por crear una nueva corte del dinero que nada tiene que ver con las necesidades reales de la población. Si la arquitectura viene de lejos, llevémosla más lejos todavía. No hagamos realidad aquel aforismo de Tagore que dice: «Cuando los necios señalan a la luna, miran al dedo».

El otro día el ornitólogo y naturalista Jordi Sargatal me mostraba una foto en la que él, a sus 20 años, y una docena de entusiastas, intentaban impedir con sus cuerpos la llegada a los Aiguamolls de l'Empordà de unos cuantos bulldózer dispuestos a hacer carreteras y edificar casas concebidas por un poderoso grupo inmobiliario. La foto era de 1978 y la diferencia de fuerzas era palmaria. Sargatal me contó que, de pronto, se acercaron al lugar del previsible enfrentamiento unos cuantos jeeps de la Guardia Civil. La cosa estaba perdida, pero para su sorpresa el responsable de la Guardia Civil se dirigió a la docena de manifestantes diciendo que había recibido la orden de protegerlos y de mandar retirarse a las máquinas. El presidente que había dado la orden era Adolfo Suárez. Gracias a aquel gesto hoy esas marismas son la mayor zona húmeda del sur de Europa. Alguien miró a las generaciones futuras y se acabó un estropicio que hubiera sido irreversible. Hoy, los arquitectos están como Sargatal, esperando una ordenación clara, razonable y bella de la construcción. Pero por supuesto ya no confían en la llegada de la Guardia Civil para salvarles.

Periodista